Cristina López Schlichting
Agujetas de Jerez
A veces te parte un rayo, un rayo de hermosura. Es un suceso mágico, imposible de planificar. Puede ser una obra de arte, un paisaje, un rostro excepcional. En estas pocas ocasiones, el estado de ánimo receptivo, la hermosura de lo que se te presenta y un momento y lugar ideales suspenden el funcionamiento normal del tiempo. Cada uno tiene su álbum personal. Recuerdo haber dado esquinazo a un callejón y toparme inesperadamente, por primera vez, con la Fontana de Trevi, en un día de sol estruendoso. O la lluvia de otoño en que descubrí la Playa de Mónsul. O la noche que vi un hombre tan bello como el Adán de Miguel Ángel. En una visita a la casa del yerno de Cambó, una magnífica mansión frente a la catedral de Barcelona, entré en un salón casi vacío, con un caballete tapado en el centro. Guardans levantó el paño sin decir palabra y algo fuerte resonó y llenó el espacio y lo detuvo todo: era un Botticelli, el retrato de un joven renancentista –seguramente menor en la obra del pintor– que, sin embargo, por lucir sin competencia de otros cuadros de museo, en su sola sencillez, deslumbraba todo. La habitación se llenó de luz y recuerdo que apenas podía respirar. Le pedí a su dueño que lo tapase. Nunca se me olvidará. De un modo completamente distinto, pero idénticamente inolvidable, alguien me descorrió una vez la cortina de Manuel de los Santos, Agujetas de Jerez y, en ese milagroso minuto, el jondo se me partió en un antes y un después, porque lo que estaba escuchando no tenía brillo de voz ni palabras, sólo hondura abisal. Era como si en la historia del cante se abriese una falla y surgiese una lava lenta y primigenia, un flujo ancestral hecho de verdad e instinto. Agujetas decía no saber los años que tenía «porque mi padre no me hizo papeles». Creció de una estirpe de cantaores, la de Agujetas el Viejo y Ana Pastor, había sido herrero toda la vida cuando lo descubrieron para los discos, sólo bebía leche y se había puesto fundas de oro en los dientes superiores y parecía Robocop. Hablaba muy difícil y se preciaba de no saber leer ni escribir «porque el que sabe pierde la pronunciación del cante». Era el rey de las soleás y las seguidillas y el emperador del dificilísimo martinete de la fragua. Saura lo sacó en «Flamenco» y se casó con una bailaora japonesa, Kanako. Tenía un ego imposible. Nada de eso, sin embargo, recoge el llanto ni la rabia ni la dulzura de sus estrofas. Cuando Agujetas abría la garganta, salía un pueblo de sus entrañas. Se ha muerto el día de Navidad y me he quedado en silencio, como se debía. Agradeciendo aquella tarde en que todo se paró para escucharlo.
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