César Vidal
Al borde del abismo
Estados Unidos es una democracia concebida sobre la base de la cosmovisión puritana, antropológicamente pesimista. Su constitución perfila una separación de poderes casi perfecta que pretende, mediante un sistema de frenos y contrapesos, evitar que el Ejecutivo o el Legislativo puedan imponerse recíprocamente, e incluso que el Judicial se transforme en un suprapoder. Entre las limitaciones del Ejecutivo, se encuentra la económica, ya que los norteamericanos siguen creyendo que el Legislativo tiene que ser un freno de cara a la subida del gasto público y de los impuestos y no su impulsor o legitimador. Compárese con el sistema parlamentario español y se apreciarán con facilidad las diferencias.
Hace casi dieciocho años, el Congreso ya logró que el presidente se quedara sin fondos durante veintiocho días, que se extendieron desde el 14 al 19 de noviembre de 1995 y desde el 16 de diciembre del mismo año al 6 de enero de 1996. La causa era que el Partido Republicano, encabezado por Newt Gingrich, no estaba dispuesto a tolerar nuevos gastos en sanidad y servicios sociales. El argumento esgrimido –no sin razón– es que implicarían una subida de impuestos y con ella un golpe a la economía. Tampoco se puede negar que existía un temor obvio a que los demócratas se perpetuaran en la Casa Blanca gracias a este tipo de medidas. Al fin y a la postre, los presupuestos tuvieron que equilibrarse –un tanto para los republicanos–, pero Clinton salió muy fortalecido de la crisis y consiguió la reelección. La situación actual presenta no pocos paralelos. El «Obamacare», como se conoce popularmente a la normativa sanitaria impulsaba por el presidente, ha encontrado una enorme resistencia en la medida en que choca con una tradición de individualismo y en que implica una subida del gasto público. A ello se une que proporcionaría un enorme prestigio a los demócratas solventar un problema como el de la Sanidad. La mayoría republicana se negó el martes a aceptar el presupuesto, lo que deja al poder federal sin dinero y, por lo tanto, obligado a prescindir de servicios que proporcionaba a los ciudadanos. De entrada, unos 800.000 funcionarios se verán en la calle, mientras que un millón más podrá trabajar, pero sin percibir un salario. En previsión de lo que esto podría significar, el lunes por la noche Obama firmó una medida legislativa para asegurar que el impago no afectaría a los que visten un uniforme.
La respuesta de los funcionarios está resultando, como en 1995, extraordinariamente responsable. La inmensa mayoría está yendo a trabajar, aunque algunas instancias como la Comisión Federal para las Comunicaciones instruyó a sus 1.716 empleados para que no estuvieran el martes en su puesto más de cuatro horas. Después declaró que, salvo 38 empleados, todos tendrían que marcharse a su casa. No son muchos, si se tiene en cuenta que deben atender a cuestiones como la detección de interferencias de la radio o las negociaciones de tratados. Peor es la situación de parques y monumentos, que serían cerrados inmediatamente, como ha sido el caso del zoo de Nueva York. Previsiblemente, la popularidad de Obama descenderá en los próximos días. Sin embargo, si la situación se prolonga el gran ganador del enfrentamiento será el Partido Demócrata. Como en la época de Clinton, será visto por los ciudadanos como el defensor de reformas indispensables, mientras los republicanos, aunque logren una disminución del gasto, aparecerán como el grupo que no dudó en humillar a la nación para imponer sus posturas.
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