Pedro Narváez

Algo se cocina

Hubo un tiempo de liendres felices en que cada español tenía un albañil, un electricista o un fontanero dentro. En los hogares el macho se encargaba de las chapuzas como herencia genética de la vecina Atapuerca, donde se merendaban unos a otros hasta que descubrieron la cocina y la deconstrucción del venado. Hoy quien no sabe freír un huevo con reducción de vino blanco es poco menos que un patán sospechoso de canibalismo intelectual. Hemos descubierto los fogones como el último refugio de una trinchera en la que escasean los víveres pero de la que una vez más saldremos andando por nuestro propio pie y conduciendo nuestro propio automóvil que dirían del Príncipe. Por fortuna ya no sólo se cocinan las encuestas; los españoles nos hemos metido en harina para cocernos a fuego lento, mientras pillan a los de Soto del Real con las manos en la masa. Entre tanta vulgaridad la gastronomía deja un resquicio al refinamiento cañí por el que aprendemos de nuevo a cotejar las lentejas. Después de la revolución masterchef, en este verano caliente que los meteorólogos franceses querían congelar como a Walt Disney, no habrá cola en los restaurantes, pero se prevén empujones en el hogar para ver cómo la abuela resuelve el enigma del puchero, lo que significará que al menos en la despensa quedan algunos garbanzos blancos. Eso sí que es dignidad. Sólo falta sentar a Merkel frente a una paella o a un risotto que no es risotto para convencerla de que con cuatro avíos España puede resetear el estómago de Hannibal Lecter, y lo que es más complicado, el de Mario Draghi. Por lo pronto, nos hemos puesto a cocinar, que es cambiar a «Plácido» por «El festín de Babette». Después de los zánganos de «Gran Hermano» no está mal como actitud.