La amenaza yihadista
Amarga verdad
Cuando la izquierda vaporizada denuncia a quienes combaten la caverna islamista, renuncia a sus principios. Derechos humanos de momento sí, pero también según la latitud y el dictamen costumbrista. Hace tiempo que, desconcertada a fuerza de trompazos, la izquierda, bueno, cierta izquierda, mayoritaria, cambió el núcleo duro de su ideología por, entre otras delicias, un cierto prêt-à-porter político que premia el exotismo. A la religión, por ejemplo, le aplican el kilómetro sentimental, y así, contempladas de lejos, las legislaciones de los países islámicos, auténticos torpedos contra los derechos de la mujer, aquelarres contra la libertad de expresión, la prensa, libre, etc., resultan entrañables. Me pregunto qué opinaría nuestra izquierda, suponiendo que los políticos españoles debatieran alguna vez sobre lo que realmente importa, respecto al informe que publicó el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados. Un documento que ayer llevaba el «New York Times» en su portada, y donde leímos que en el mundo existen 27 países en los que, en ausencia o muerte del padre, los hijos no reciben la nacionalidad, dado que las madres no pueden transmitirla. Descontados objetos tan extravagantes como las islas Bahamas, donde lo único que nacen son cuadrillas «offshore», la inmensa mayoría de las naciones citadas pertenecen al mundo islámico. Irán, Kuwait, Somalia, Emiratos Árabes, Arabia Saudí, etc. Un club turbio, de nostalgias medievales, encontró su mejor abogado en los antiguos soldados de la emancipación humana y la diosa razón. Caídos todos los estandartes, descartado el socialismo por el bife peronista, del brazo de los nacionalismos porque la identidad, el aldeanismo, el RH y la lengua hacen pueblo, mientras que la ciudadanía es una cosa como inmanejable y reactiva a la épica, ya sólo faltaba aplicarse a disculpar los crímenes islamistas. Si no directamente, que cantaría demasiado, dispensan la barbarie en nombre de mil y un agravios históricos, reales, ficticios, espurios, inventados y/o fosilizados, o bien la matizan, la enfrían y excusan porque, bueno, ¿quiénes somos nosotros para juzgarlos? Somos, perdón, sois, los canallas que repudian a la escritora somalí Ayaan Hirsi Ali, que sufrió la ablación del clítoris siendo una niña y rechazó el islam en 2002 para exiliarse, primero en Holanda y luego en EE UU. Condenada a una fatwa y protegida por guardaespaldas 24 horas al día porque tuvo el cuajo de discutir la raíz totalitaria de la ley islámica, la sharia. Ahí, perdida de sí misma, enfrentada a los modernos gladiadores de la democracia, anda la izquierda, parte de ella, ojalá que no toda, vomitando cuando escucha a Hirsi Ali, Rosa Parks del siglo XXI, decir que rechaza «la ley islámica porque es inherentemente hostil contra la mujer, y no lograremos derrotar estas prácticas hasta que no comprendamos que estos principios están consagrados en el núcleo mismo de la sharia». El cólera moderno repta por los conductos de respiración de lo políticamente correcto. Por mucho que Trump y otros gorilas pregonen el odio, la verdad amarga, «y si al alma su hiel toca,/ esconderla es necedad».
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