Alfonso Ussía
Amores estivales
El amor, eso que nadie ha sabido definir jamás, tiene variantes. El amor estival es una de ellas. Nace en agosto, quema a finales del mismo mes, se comporta cruelmente durante la melancolía de la separación, se enfría en septiembre y en octubre es agua pasada. Pero es un amor valiente, intenso y violento, en su acepción más amable. Y en ocasiones, heroico. Creo que he contado en numerosas ocasiones mis saltos de trampolín y palanca en la piscina del Real Club de Tenis de San Sebastián. Falda de Igueldo, cuerno de Ondarreta hacia el malecón en cuya proa hoy resiste el Peine de los Vientos de Chillida. Me enamoré como un cadete de Infantería. Ella hablaba con unas amigas y mi timidez me impedía decirle una sola palabra. Tenía un brillante traje de baño –nunca «bañador»–, color mandarina. Al fin me decidí. Ascendí por las escaleras de la gran palanca y aguardé a que ella me mirara. Cuando noté que mis movimientos abrían su curiosidad, tomé carrerilla y protagonicé un estético y arriesgado salto del ángel para romper el agua como un saltador olímpico. Emergí en las cercanías de ella. Pensé que estaría pendiente de mi aparición para comentarme la belleza del salto. Nada. Estaba de espaldas, y de nuevo, hablando con sus amigas.
Pero había un enamorado estival más heroico que el que escribe. Era ya madurito, completamente calvo, fuerte y de Zaragoza. Al menos decía que era de Zaragoza, y no era cosa de llevarle la contraria. Se enamoró como un loco de una francesa distante y bellísima. Ella se colocaba en la zona de la piscina con menor profundidad. El agua cubría hasta las rodillas, no más. Él esperaba en el bar el momento. Y cuando consideraba que el momento había llegado, después de una trepidante carrera se lanzaba de cabeza al agua. Caía con perfección. Todos los presentes temíamos lo peor en cada salto. «Hoy se ha roto la cabeza», y «con este salto la ha cascado el de Zaragoza» eran los comentarios más frecuentes. Pero no. El amor convirtió a aquel hombre indómito en un tigre de hierro. Y cuando nos disponíamos a rescatar su cadáver del agua, él surgía de la misma y se hacía tres largos de la piscina nadando como una lubina. Se hizo con la francesa, naturalmente. Una mujer se resiste a todo menos a un hombre que arriesga su vida a cambio de una sola de sus miradas. Se casaron en Hendaya. Duró poco el matrimonio por las diferencias que surgieron entre ellos cuando ella se reincorporó a sus obligaciones laborales. Trabajaba de prostituta en un «Piano Bar» de Urrugne llamado «Le Lapin qui rit», es decir, «El Conejo que ríe», y aquel gran hombre retornó a Zaragoza y nunca más volvió por San Sebastián.
Escribo de amores estivales porque ya me he topado en Comillas con algunos casos de extrema gravedad. A un hombre absolutamente normal, de muy buena familia, y con admirables costumbres veraniegas –nada partidario de los esfuerzos deportivos–, lo sorprendí ayer vestido con ropa de alta montaña. Las piernas, blancas como lenguados, y botas con pinchos. Le faltaba el piolet, y no lo escribo con segundas intenciones. Se ha enamorado de una monitora de los Picos de Europa, y todos los días viaja desde Comillas hasta Potes para formar parte de la expedición de cada jornada. Me lo contaba consternado, pero simultáneamente, feliz. –Lo que más me gusta de ella son sus bíceps femorales cuando escala por una roca–.
Eso, el amor, lo que nadie ha definido jamás y que Jardiel Poncela renunció a intentarlo escribiendo que definir el amor es mucho más complicado que clavar una mariposa con un poste de telégrafos.
Por culminar un amor estival se puede mentir mucho. En la playa, un viejo conocido con un traje de baño más rojo que Pilar Bardem. El traje de baño rojo es el que usan los vigilantes de las playas, miembros de la Cruz Roja. Las playas abiertas del Cantábrico son harto traicioneras. Y ella le dijo días atrás que admiraba a los que vigilaban las orillas y no dudaban de lanzarse hacia las olas para salvar a un semejante. Y ahí estaba, este buen hombre, bueno de verdad, con su traje de baño de vigilante y sin saber nadar, porque lo de nadar siempre le dio muchísimo susto. Pero ella miraba al gran héroe con un embelesamiento envidiable. En octubre le dirá que no sabe nadar y todo se acabará, pero mientras tanto, y siempre que no sea precisa su colaboración en un rescate, le va la cosa divinamente.
He escrito de estas cosas porque en verano la política cansa más que en invierno, y porque mi Presidente y profundo amigo Mauricio Casals me ha dicho que tiene ganas de sonreír, y como es obvio, voy a intentar que lo haga.
✕
Accede a tu cuenta para comentar