Ángela Vallvey

Ana María

Era novísima, no por haber sido incluida en la famosa Antología de poesía de 1970 de Castellet, sino porque sabía mirar alrededor con ojos nuevos. «Ha pasado tanto tiempo de aquello, éramos tan jóvenes entonces...», le oí decir una vez a otro «novísimo», «que los novísimos ya somos viejísimos». No es verdad. Ana María Moix seguía siendo aquella muchacha de aire desafiante que escribía poemas y era arrebatadoramente original, crítica y decidida en una España que atisbaba la modernidad al otro lado del Pirineo y empezaba a acariciarla en Cataluña. Una persona aún por hacer y por crecer que tenía el mundo ante sí y lo observaba con inteligencia y una pasión inédita no exenta de socarronería. Una autora distinguida, una editora fina y sensible y un ser humano entrañable y compasivo cuya presencia (cuando se tiene el privilegio de conocer a alguien así) obliga a inclinar de manera natural la cabeza.

Ahora que leo el anuncio de su muerte me doy tristemente cuenta de las oportunidades que he perdido de conversar con ella. Aunque no era muy parlanchina y prefería escuchar antes que hablar, como hacen los más sabios, tenerla como interlocutora era un regalo: una mujer divertida, ocurrente, profunda. Contaba anécdotas deliciosas y jocosas –casi siempre teñidas de un velo sutil pero categórico hecho de tanto pesar como hondo amor– sobre su hermano Terenci Moix, que a mí me descubrieron a un autor, y a un hombre, completamente alejado de los tópicos que conocía sobre él.

La echo de menos. Saber que vivía, aunque no pudiese verla a menudo, alegraba mi existencia. Saber que viven y respiran a la vez que nosotros mismos esas personas que admiramos o queremos –o ambas cosas– es un consuelo para el desconcierto que supone vivir. Qué tristeza cuando nos dejan para siempre.