Antonio Cañizares
Apuntar a lo más alto
Ante el desconcierto de un mundo, de una sociedad, de un pueblo –el nuestro, tan noble y querido–, ante una cultura desvertebrada y –¿por qué no decirlo?– un tanto desnortada, me pregunto una y mil veces, asumiendo las preguntas que se hacía en tiempos de incertidumbre también, como los nuestros, y tras la publicación de la encíclica «Redemptor Hominis», el cardenal Marcelo González: «¿A dónde apuntamos? ¿Tenemos fuerza para apuntar a algo o nos inclinamos con nuestro arco hacia el suelo? ¿Tenemos sentido del horizonte o razonamos que todo lo que no sea apuntar al suelo es tontería?». ¿Qué figura de arquero lanzando sus flechas, en estos momentos, estamos creando, imaginando u ofreciendo? Una cosa es cierta, Juan Pablo II, en los momentos de la publicación de tal encíclica, su primera y programática encíclica, nos proponía un «arquero» que apuntaba a lo más alto, a lo que podía ofrecer un horizonte grande que no limitaba ni enclaustraba al hombre en su pequeño mundo. Por eso, el mismo D. Marcelo se preguntaba ante la lectura de aquel texto programático de Juan Pablo II: «¿Verdad que se tensan los músculos y se levanta con vigor el arco para lanzar la flecha hacia el infinito?¿Verdad que se siente la vocación de ser hombre con alegría y esperanza firme de llegar a la meta?».
Esto es lo que necesitamos en los tiempos que corremos, en España y fuera. Son tantas las noticias que nos aturden, que sólo una luz vigorosa y guiadora podrá disipar esa atmósfera que no deja remontar el vuelo y apuntar hacia un horizonte amplio que nos haga sentir la vocación de ser, ante todo, hombres, con alegría y esperanza. Hoy, como hace años en aquel atardecer de octubre de 1978, necesitamos aquellas palabras del recién elegido Papa, Juan Pablo II, venido de lejos: «¡No tengáis miedo! ¡Abrid de par en par las puertas a Cristo!». Este es el futuro, este es el horizonte infinito que se nos abre y ofrece a los hombres para ser hombres con esperanza y capacidad para una Humanidad nueva, hecha de hombres nuevos con la novedad del Evangelio de la caridad que transforma todo.
Ante tantas cosas que nos atenazan y que nos hacen mirar a ras de suelo, necesitamos remontar el vuelo, apuntar con la flecha de la vida hacia horizontes infinitos. La Iglesia no puede estar ajena, no está ajena a lo que nos está pasando y, por ello, aunque no tiene riqueza ni poder, ofrece y entrega lo único que tiene: una palabra que no puede ocultar, ni quiere silenciar ni la puede dejar morir, esa palabra no es otra que la persona real de Jesucristo, que vive; y, como ante el paralítico a las puertas del templo pidiendo ayuda, decir al hombre de hoy, al español de hoy: «No tengo oro ni plata, lo que tengo te doy: En nombre de Jesús Nazareno, ¡levántate y anda!», ponte en camino hacia esa realidad que es posible edificar con hombres que viven la novedad del Evangelio del amor y de las bienaventuranzas.
Ante tantas fatigas y luchas de intereses propios, como hombre de fe confieso sin ningún tapujo y con todo gozo: «Sé con toda certeza que mi Redentor, Jesucristo, vive, y que al final se alzará sobre el polvo» (Job). El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo de sí mismo debe, con su inquietud e incertidumbre, incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, puede y debe arcarse a Cristo. Por así decirlo «debe entrar en Él con todo su ser, debe ''apropiarse'' y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la redención para encontrarse a sí mismo. Si se realiza en él este hondo proceso, entonces él da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí mismo. ¡Qué valor debe de tener el hombre a los ojos del Creador, si ha ''merecido tener tan gran Redentor'', si ''Dios ha dado a su Hijo'', a fin de que él, el hombre, ''no muera sino que tenga la vida eterna"» (RH 10). Todo cambia y se renueva a la luz de esto. En los momentos que vivimos vendría muy bien atender a estas palabras del cardenal González Martín: «Los que no ponen su confianza más que en sí mismos, los que sólo buscan el sentido de la vida humana en el vivir de la realidad inmediata, en el ejercicio del libre albedrío, los que quieren sus propios caminos de libertad rechazando todo sentido de salvación divina llegan a la desesperación. Todo esfuerzo del hombre sin Dios conduce a un callejón sin salida. Se origina una sociedad y una cultura llena de engaños y ficciones que necesita apoyarse en bastones y mirarse en mil espejos que les digan que son hermosos y fuertes. Se pierde la claridad interior y cada vez se hace más difícil al hombre ver la jerarquía de los valores, distinguir lo principal y lo accidental, lograr un auténtico juicio, y discernir lo que corresponde y reclama el bien común».
Dios no deja al hombre en la estacada, Dios vive y ha enviado a su Hijo, Jesucristo, Camino, Verdad y Vida. En esto consiste la gran seguridad y certeza de nuestra fe cristiana –que ofrecemos a todos–, del cristianismo y de su humanismo, del que tan indigentes andamos. No un humanismo en que el hombre se ha forjado a un dios que ama, sino en el que Dios le ama y le ha enviado a su Hijo como Redentor. Una idea sencilla, y como todo lo sencillo, transparente: saberme redimido en cada situación de mi vida. Al hombre marcado por la cultura y los poderes dominantes, a ése que apunta al suelo como el arquero cansado sin horizonte, tal vez puedan molestarle estas afirmaciones hechas sin vacilación. Para ese hombre dominado y abatido quizá es verdad únicamente lo que trae provecho o disfrute en cada instante. Pero ahí el hombre queda apresado y sin capacidad de futuro. Estamos, pues, muy necesitados de arqueros que apuntan alto, porque son los que llegan lejos y abren nuevos horizontes de esperanza para todos. La Iglesia tiene una palabra y una responsabilidad muy grande, hoy; no se puede inhibir, ni dar un rodeo para no encontrarse con una realidad dura que la saque de «sus cosas»; como tantas veces nos ha dicho ya el Papa Francisco, ha de salir de sí mismos a esas periferias y mostrar ahí ese horizonte límpido y luminoso, que la ilumina a ella y que viene a traer luz sobre toda la Tierra, también y particularmente la de nuestros días.
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