César Vidal
Aquel lunes...
El viernes de la semana anterior, todo parecía resuelto. De manera casi paranormal, las autoridades del Templo, el gobernador romano e incluso el tetrarca de Galilea se habían puesto de acuerdo. Un predicador procedente de Galilea que instaba a la gente a convertirse y a entrar en el Reino de Dios había sido crucificado gracias a la colaboración de todos. Dado que corrían rumores de que el personaje en cuestión se presentaba como el mesías e incluso de que afirmaba que el Dios único era su «abba», es decir, su papá, sacarlo de este mundo había sido como mínimo prudente y, posiblemente, la única medida sensata para evitar alborotos. El viernes y el shabat pareció que la conclusión era indiscutible, pero, de repente, la mañana del domingo comenzaron a encadenarse episodios desagradablemente inesperados. De entrada, la tumba donde se había depositado el cadáver del ajusticiado apareció vacía. Dado que contaba con una guardia, la situación resultaba, como mínimo, incómoda. Las autoridades del templo cocinaron inmediatamente una versión oficial que afirmaba que los discípulos del crucificado habían sustraído el cuerpo y, como suele suceder con las versiones oficiales, se ocuparon de repartir dinero para que circulara mejor. Quizá hubiera quedado todo ahí de no ser porque la tarde del domingo ya eran varios los que afirmaban que habían visto al ejecutado... vivo. Lo peor era que entre los testigos del prodigio se encontraban personajes que, sólo unas horas antes, habían corrido como conejos ante la perspectiva no de que se les detuviera sino de que se les asociara simplemente con el reo. Desde un pescador que había negado cerrilmente su relación con el detenido a uno de sus amigos más cercanos que mantenía amistad con el mismísimo sumo sacerdote pasando por un par de discípulos que habían puesto tierra por medio abandonando Jerusalén camino de Emmaús todos insistían en que aquel molesto sujeto se había levantado de entre los muertos. Todo ello sin incluir a las mujeres que repetían una historia semejante. Bien es verdad que, por fortuna, ante un tribunal, el testimonio de estas últimas habría sido rechazado. Ahora, llegado el lunes, Pilato, Anás, Caifás y otros responsables no podían evitar una sensación de malestar. ¿Y si no se había terminado todo como habían pensado el viernes? ¿Y si aquello continuaba con imprevisibles consecuencias? Mientras las preguntas les punzaban el ánimo todos llegaron a la misma conclusión. No había que preocuparse. Todo había terminado en la cruz porque es sabido que los muertos no pueden resucitar.
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