Alfonso Ussía
Aquellos bares
Madrid se está quedando sin bares tradicionales. Aquella cadena serranesca de Portosín, Mozo, el Roma, El Corrillo, el Aguilucho –una manzana arriba por Hermosilla–, Gitanillos –donde Laureano el portugués preparaba los mejores boquerones en vinagre que ha probado la boca humana–, se coronaba con la grandeza del «Balmoral» de San Feliú regentado por el formidable Ángel, creador de los mejores cock-tails de Madrid. Un poco a trasmano del barullo, «Jose Luis» y «Hevia», que resisten, y en la calle Miguel Ángel, remozado a mal, el «Miguel Ángel», también conocido como el «Bar de los Vagos», una especie amadrileñada del «Drones Club» del Londres imaginario de Wodehouse. Su propietario era vasco, seco y en ocasiones excesivamente brusco. Así que una tarde, mientras los asiduos jugaban al mus, sonó el teléfono, y la voz del dueño interrumpió las partidas. «Que llaman a un duque de la hos...». El duque de Alcudia comentó al momento: «Ese título tiene que ser pontificio». Fue un bar de señores educados poco dados al trabajo, a la manera antigua, con una buena mujer en el guardarropa que prestaba dinero a los que estaban tiesos o perdían al mus sin intereses. En La Castellana «El Pepe’s» al mando de Llanos, en el que también se cenaba y en el que el extraordinario Carlos Stuick, propietario de la Real Fábrica de Tapices, protagonizó la exposición teórica acerca del amor más interesante del siglo XX. Carlos tenía un brazo más corto que el otro, una pierna que necesitaba de un zanco ajustado a un zapato para equilibrar los miembros motores inferiores, y apenas alcanzaba los ciento cuarenta centímetros de estatura. Le sobraban el talento y la bonhomía. Y hablaba con una modelo impresionante a la que intentaba convencer de esta guisa: «Mira, monina, el amor no es físico. El amor es intelectual. Yo admiro de ti tu mirada y tu sonrisa. Y tú me has reconocido que soy muy gracioso e inteligente. Eso significa que estamos enamorados, y que esta noche lo vamos a pasar estupendamente»; «Carlos, una cosa es que seas divertido y otra muy diferente que yo me vaya contigo a la cama»; «bueno, de acuerdo. Tienes razón. Es imposible que una mujer como tu se enamore de una piltrafa como yo. En tal caso, la piltrafa está dispuesta a menguar en 10.000 pesetas su patrimonio con el fin de que se incremente el tuyo». Me reservo el desenlace.
«Balmoral» era en bar lo que «El Bodegón» de la Castellana en restaurante. Jacinto San Feliú, un catalán inteligentísimo y educado se estableció en Madrid. Visitaba todos los días su negocio. En «El Bodegón» se comía como en las mejores casas, y en «Balmoral» las normas eran estrictas. Diferentes tertulias. En la barra, la del Almirante Vierna, que no dirigía la palabra a los que se presentaban sin corbata. A la derecha de la entrada, la gran reunión de los señores tradicionales. El Conde de Teba, Santiago Muguiro, los Jura Real, los Ozores, los Oriol, Jaime Arión, los Aznar... y casi nunca una mujer. La tertulia de Eugenio Suárez, el editor de «Sábado Gráfico» y «El Caso». La de Alfonso Fierro, y el trío formado por Torróntegui, Íñigo Oriol, y el marqués del Salobral –«la lengua más venenosa/ que tienen en Balmoral/ los López de Carrizosa»–, según un joven poeta que por ahí pasaba. Era bar de cazadores, y el marqués de Salobral salvó la vida milagrosamente al esquivar el disparo de un gran tirador de perdices el día que se presentó como unos pantalones rojos y una chaqueta marrón. Parecía, en efecto, una perdiz brava de Peñalajo, y a punto estuvo de producirse una tragedia. Y en aquel «Balmoral» tuvimos un numeroso grupo de amigos el honor de compartir el último aperitivo con el duque de Veragua, el Almirante Cristóbal Colón de Carvajal, que dos días más tarde fue asesinado por los hijos de la gran puta de la ETA que Otegui manejaba.
Hoy, los bares están en los hoteles. El reducido y estético del «Ritz». El más animado del «Palace», que es un bar con peligro. Con el peligro de encontrar a un parlamentario y que éste te endose el texto de una enmienda que ha presentado en la Secretaría del Congreso del «Proyecto de Ley del Alcantarillado y demás Saneamientos de Fuenmembrilla». Y están los bares del «Villamagna» y del Intercontinental, éste último servido por los mejores profesionales de Madrid. Pero se han evaporado los bares tradicionales de aquel Madrid que se reunía en los aperitivos y en el que se juntaban el talento, el buen humor y la plena libertad de expresión y opinión.
No me olvido de «Richelieu», uno de los últimos mohicanos del buen gusto, ni de «El Yate» de Martínez-Campos, con Dani el colchonero, Rafael el merengue y la maravilla de Lis, la paraguaya que vino a Madrid para llevar la camiseta del defensa Nacho. Una originalidad.
No pueden desaparecer más bares. Madrid no es Moscú.
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