Alfonso Ussía

Árboles y Garbiñe

La Razón
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No me complace ser envidiado. Entre otras cosas porque no hay motivos para ello. Pero me apresuro a contarles mi situación. Tengo que ultimar un libro muy importante para mí. No dejo de escribir ni un solo día para mi periódico y me he instalado en mi valle montañés, el de los Laureles, que así lo llamaron nuestros antepasados de Roma. Veo el jardín. Centenares de hortensias, las frontales rojas y las laterales, blancas. La buganvilla, ya con 20 años de edad, estallante. Y un haya altiva, un gran roble, un viejo nogal, liquidámbares, tuliperos, arces, dos acebos, un castaño y unos magnolios florecidos, que en el norte de España el mes de los magnolios es julio. No deseo ser envidiado, pero los prados están brillantes y húmedos. Ha llovido durante la noche y las nubes encapotan el cielo. Veinte grados de temperatura.

A muy primera hora de la mañana me he desplazado hasta la playa de Oyambre, y he paseado casi en soledad. Está la mar machorra y la arena afligida pensando en lo que se le viene encima. Un chaparrón, y siento en mi cuerpo la maravillosa experiencia del frío. Los Picos de Europa escondidos detrás de las nubes, y en las praderas vacas y caballos. Brañas verdes entre los bosques. El Golf más antiguo de la España peninsular –no entra en el escalafón por contar con sólo nueve hoyos–, más escocés que nunca, ocupando con sus calles las dunas costeras de Oyambre. No ha variado la temperatura cuando me deposito en mi casa. Veinte grados.

Se me han olvidado los laureles, que crecen en Ruiloba por donde les lleva su antojo. Me contaba mi desaparecido amigo y tocayo, el embajador Alfonso De la Serna, que de Ruiloba partían las coronas de laurel con las que homenajeaban en Roma a los héroes. El valle, la enorme mies que separa el Barrio de la Iglesia de Ruilobuca y Pando, huele a eucalipto, laurel, heno y cidra. Cuando escribo «cidra» no ha variado la temperatura. Veinte grados y algún claro en el cielo que no logra sobrevivir. Pero no tengo ningún interés en ser envidiado.

Esta tarde, jugará en Wimbledon Garbiñe Muguruza. Nada menos que una de las semifinales. Una ráfaga de autobombo. Hace dos semanas escribí que nuestra tenista algún año ganará en Londres. Se ha metido al público en el bolsillo con su simpatía. Y bueno, que hay que escribir con sinceridad, por su belleza, por su elegancia y por su estética. Garbiñe Muguruza es un bellísimo roble vascongado que nació en Venezuela, hija de españoles, y representando a España juega y trabaja. De cuando en cuando le puede su juventud y arrea un zambombazo cuando es recomendable un golpe más suave, pero esa contundencia tiene un gran atractivo. No berrea como Sharapova ni atemoriza con sus muslos como Serena Williams, pero en conjunto, no hay tenista más guapa que ella. Lo malo es que no soy yo en soledad el enamorado de Garbiñe, sino centenares de miles de aficionados de todo el mundo. No pasa nada. Salgo al jardín, vigilo árboles y flores, sopla el viento fresco, y me olvido de Garbiñe hasta que uno de mis cuñados, Andrés, me llama desde Madrid y me suelta de sopetón esta maliciosa pregunta. ¿También tú estás loco por Garbiñe? Desconecto y vuelve a vibrar el teléfono. Es mi cuñado menor, Santiago. «Oye, no te pierdas a Garbiñe». Muy desagradable tanta competencia familiar. Y un tercero, mi hermano Álvaro, desde las faldas de Gredos. «¿Conoces a alguien que pueda facilitarme las señas de Garbiñe?».

Ante semejante acoso, me pongo en contacto con mi amigo Eduardo Escalada, Sanitario de Honor, y su santa mujer me comunica la imposibilidad de establecer contacto con él: «Me ha dicho que no le moleste aunque le llame Su Santidad El Papa. Está encerrado en su despacho viendo vídeos de Garbiñe». Un sueño imposible. Para ellos y para mí.

No quiero ser envidiado. Ha subido el termómetro. En el momento en que escribo, 21 º de temperatura. Los verdes enfrentados y los bosques húmedos. Soy informado de cosas de Madrid. Que se han superado los 40º y que el bochorno es inhumano. Ahora sí me considero un ser especialmente privilegiado. Finalizado el texto que hoy ofrezco a mis lectores de LA RAZÓN, visitaré a mis amigos de «La Rabia» y probaré con ellos una nueva conserva de anchoas. De ahí saltaré a Caviedes, a comer en el restaurante de los hermanos Cofiño. Y por la tarde, Garbiñe en semifinales.

La temperatura ha vuelto a los 20º. Y creo que no puedo quejarme. Gracias por su atención.