Exposición
Auschwitz
«No hace mucho. No muy lejos».
Es el lema de la muestra sobre Auschwitz que hay en el madrileño Centro Arte Canal y estremece. Ese espanto, la fría, cruel y sistemática tortura y muerte de más de un millón de inocentes, ocurrió a tres días en coche de Madrid y anteayer. Cuando se llega a estas alturas de la vida, uno debería tener ya las ideas claras y saber con exactitud a qué atenerse. Pero no es así y mucho me temo que no soy el único a quien le pasa.
Fui incapaz de darle una respuesta coherente al menor de mis hijos, cuando trémulo, tras ver las imágenes de los nazis separando a los niños judíos de sus padres y conduciéndolos al matadero, me preguntó cómo es posible que haya gente capaz de tanta maldad. Asusta pensar que el Holocausto sucedió en el país más culto y civilizado del mundo, en la patria de Kant, Beethoven y Einstein, y que ni la riqueza ni la cultura nos vacunan contra la barbarie. La perversión humana es persistente y cuarenta años de declaraciones rimbombantes sobre la «Solución Final» y los campos de exterminio, no sirvieron hace un par de décadas para evitar la carnicería yugoslava. Fue allí, en los Balcanes, donde algunos descubrimos espantados que el odio, el genocidio y la guerra no eran algo remoto, que protagonizaban gentes distintas y distantes de ojos rasgados o piel oscura. De repente, viendo la vesania con la que se masacraban en el centro de Europa personas blancas como nosotros, con deportistas, poetas y sacerdotes como los nuestros, nos dimos cuenta que el horror también es posible aquí.
Lo acaba de repetir el presidente Obama, invocando en Chicago la «feliz» Viena de los años 30, para advertir a los estadounidenses de que los valores democráticos nunca se pueden dar por seguros. «Asumimos con complacencia que las cosas van a continuar como han sido hasta ahora, simplemente de forma automática, y no es así».
Puede que la intención de Obama sea enviar un mensaje envenenado a Trump, pero me da igual. Lo que a mí me inquieta es la certeza de que hemos progresado técnicamente de forma milagrosa, pero moralmente estamos casi en la caverna y prueba de ello es que el hombre –no solo el amarillo, el negro o el mestizo– puede convertirse en un lobo para el hombre y en una hiena para las mujeres, los niños y los ancianos indefensos.
Y para que todo arda de nuevo, basta un chispazo.
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