Política

Martín Prieto

Autor y defensor de las libertades públicas

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Tras las cenas de gala en Palacio, los comensales tienen que tomar el café de pie en un minúsculo saloncito con el platillo, la tacita y la cucharilla en la mano, apretados, dándose codazos y espaldarazos y tirándose las infusiones sobre los chaqués, los uniformes y los vestidos de largo. Abominaba esa situación incomodísima hasta que una de esas noches el Rey, junto al que fuera presidente argentino Carlos Saúl Menem, empezó a hacerme señas con el índice. Aunque ya le conocía me introdujo dejándome confuso: «Te presento al mejor periodista de España». Como buen Borbón supongo que eso se lo diría a todos, pero aún sigo dando vueltas a aquella desmesura incierta que nunca he creído ni yo mismo en los peores y disparatados momentos de euforia. Pero el Rey, que puede ser áspero y que no hace ascos a la franqueza cuartelera, también hace gala cuando quiere de una generosidad desbordante. Menem, a quien había tratado con sarcasmo cuando vivía en Buenos Aires, me miró en silencio y adiviné su pensamiento silencioso: «Gallego de mierda».

Le vi por primera vez siendo Príncipe de España cuando la Falange era agresivamente republicana bajo la tolerancia de una jerarquía franquista que jugaba a todos los naipes para quedarse con la baraja. Envejecer permite contemplar a los comunistas de hoy, de todo pelaje, coincidir con los fascistas de antaño. Tenía muy poco aparato de despacho y Jacobo Cano, un joven abogado democratacristiano, era el equivalente a lo que ahora es el Secretario de su Casa. Como calzaban el mismo número, Don Juan Carlos le regalaba sus zapatos, de los que aquel casi chico tan prometedor presumía. Subiendo con su utilitario (no había para chófer) las enredadas curvas de acceso a Zarzuela se mató estrellándose frontalmente contra el autobús de relevo de la Guardia Civil. Cano se encargaba de que el Príncipe hablara con el mayor número de personas de todos los estamentos y en aquel contacto en el que solo escuchó amablemente le comenté que hasta los antifranquistas más acérrimos temían que a la muerte del dictador se reprodujera un choque civil en el que imperarían las Fuerzas Armadas, y que la salida por la Monarquía que él encarnaba era la única posibilidad de que no volviéramos a asesinarnos. Sólo asintió con la cabeza.

La abdicación es un acto aún más privado y personal que una dimisión. Sobre la forma del Estado soy accidentalista y, evidentemente, trasnochado; soy partidario de que los Reyes y los Papas se mueran como tales en la cama, y no creo que existan razones políticas o institucionales para esta abdicación, aunque entiendo que esa generosidad del Rey es inherente a esta decisión. Sea como fuere, la última instancia del hombre es el derecho a marcharse. Los monárquicos distinguen o aúnan las legitimidades de origen y ejercicio. El Rey recibió la primera de su padre Don Juan de Borbón y la legitimidad de ejercicio la cosechó desde antes del primer día de su reinado. Don Juan Carlos nunca pensó reinar sobre una dictadura, y con su profesor Torcuato Fernández Miranda tenía escrito el guión para desmontar el franquismo desde sus propias leyes, devolviendo a los españoles sus libertades y derechos políticos, renunciando a todos sus poderes, que eran omnímodos. El Rey no fue un oportunista o un calculador populista en busca de ovaciones: desde muchos años como Príncipe de España (título franquista) sabía lo que tenía que hacer, y es infame negar u olvidar esa entonces dificilísima decisión democrática. Si en la noche del 23-F no se uniforma de teniente general y ordena la obediencia a la cadena de mando habríamos tenido en el mejor de los casos una «dictablanda» efímera pero que nos hubiera supuesto un retraso de décadas. Aquella imagen televisiva es la Historia, y mezquindad toda la chismografía sobre las especulaciones en los cuartos de banderas. Sólo con esos dos hechos capitales, el reinado de Don Juan Carlos sólo puede ser saldado con alabanzas. Como todo hombre ha tenido sus errores, básicamente de índole privada, pero ha cumplido ejemplarmente con sus responsabilidades institucionales, respetando siempre la voluntad popular. Algún desencuentro habrá tenido con un presidente, como la Reina de Inglaterra tiene rifirrafes con sus primeros ministros. Desde luego, los españoles le deben mucho más al Rey que a todos los antisistema juntos. Es pronto para que cese el baile de las conjeturas: cada día mejora su movilidad ni se le conoce otra «enfermedad» que sus fracturas, acaba de regresar de una agotadora gira por etapas a los países arábigos, la Institución sólo es cuestionada por los marginales... Esta historia política y humana tendrá que ser contada.