Ángela Vallvey

Avalancha

La Razón
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Estábamos acostumbrados a la inmigración. A las mal llamadas «avalanchas» de inmigrantes: una horrible expresión que, más que ser políticamente incorrecta (que también), asocia a las personas con un derrumbe, un alud, un desprendimiento de tierras, o de nieve, que provoca una catástrofe. Como si esos seres humanos empezaran a perder aquello que los significa –su humanidad– para convertirse en algo más parecido a la tierra, a lo inanimado, a lo duro que no siente ni consiente. A fuerza de ir equiparando a los inmigrantes con la expresión «avalanchas», seguramente nos resulta cada día más fácil distanciarnos de su drama. Cerrar los ojos ante su interminable y doloroso éxodo. Son, por lo general, jóvenes africanos. Hombres, en número abrumadoramente mayoritario. Una emigración joven, masculina, de personas que transitan solas o en grupos que no precisan de mayores lazos que los que proporciona el tener una meta común: Europa, la libertad, la seguridad, la prosperidad... Esa es la principal característica de la inmigración. Lo que la diferencia de los refugiados es que éstos últimos vienen con sus familias: es tal el horror del que huyen que no les permite dejar atrás a sus seres queridos. Prefieren ver morir a sus hijos en el intento, con tal de alejarse de sus países, arrasados por rastreros asesinos integristas, la guerra y las incontables bajezas ante las que Occidente se ha vuelto ciego. Hace tiempo que Estados Unidos dejó de ser el «policía» del planeta. Y la pudorosa y empobrecida Europa, como un noble arruinado y cobarde, se conforma con enviar limosnas llamadas «ayuda a la cooperación» directamente al bolsillo de los dirigentes corruptos y totalitarios –cuando no terroristas–, de los países que «exportan» inmigrantes y refugiados. Ya nadie quiere (im)poner paz y orden en el planeta. Cunde el desamparo. El mundo es un desastre.