Alfonso Ussía
Ay, el amor
No lo han confirmado los presumibles enamorados, pero la novedad está ya publicada y comentada en todo el orbe. Se dice que entre Cristina Fernández y Baltasar Garzón ha crecido la flor del amor. Me parece estupendo. Ni una ni otro tienen límites ni fronteras. Figurarme a Garzón como «Primer Damo» de Argentina me conmueve. Ella tiene la voz más grave. La de Garzón es más de pío pío de chalchalero, el bello pájaro picaflor que anida en los chalchales. De ahí el nombre del mejor conjunto de folclore de Argentina, «Los Chalchaleros», fundado por Juan Carlos Saravia, Pelusa Franco Sosa, Aldo Saravia y el Cocho Zambrano. Juan Carlos, «El Gordo», ha sido su alma durante cincuenta años, el único que ha cantado el corazón de Salta desde el primer día hasta el último, que también «Chalchaleros» fueron Saravia Toledo, Dicky Dávalos, Ernesto Cabeza, Eduardo Polo Román, Pancho Figueroa y Facundo Saravia. Como los grandes «Fronterizos» del «Negro» López, Cabeza, Isella y Madeo. Los primeros más conservadores y los segundos un tanto «bolches», es decir, más indicados para dedicar a Cristina y Baltasar una zambita salteña, acompañada de guitarras y bombo, y bailada entre cintas, polleritas, bombachos, ponchos y amores soñados. La Zamba de Baltasar, que habría escrito Don Ata, Atahualpa Yupanqui, de haber vivido estos momentos de figurada pasión porteña. Porque el tango es otra cosa, más ordinaria, y además que muerto Gardel nadie ha sabido superarlo y eso tiene sus inconvenientes.
«Zamba de YPF», «Zamba de Bonafini», «Vidala de Kiciloff», «Cueca de Él», «Milonga del Juez Perseguido», que tampoco está Jorge Cafrune para entonarla en sus soledades de Jujuy. Hay una canción que a Garzón le encaja de perlas, «Cazador de Guanacos», indómito y arriesgado, Puna adentro hacia el guanaco arisco, medio llama medio vicuña. En Argentina, en lo alto del poder, se vive de dulce. Claro, que hay que pagar el tributo de besar bótox, que no es impuesto leve. Garzón ya no está para medias tintas. O portada en todos los medios, o nada, a seguir asesorando. Ella supera con holgura los sesenta años, y él los cincuenta y cinco. A ella le gustan los jóvenes, y a él le gusta el poder. Dicen que fue rápido y sencillo, como en el epigrama del amor resuelto: «La madre quería casarla,/ la niña quería un marqués,/ el marqués quería dinero,/ y están contentos los tres». Garzón es un hombre irresistible. Cuando se canse –si es que hay cansancio y realidad en esta historia– de la señora Fernández, viuda de Él, se podría dar un voltio por su nación de origen y enamorar a la señorita que no es princesa ni nada Zu Sayn-Wiitgenstein, que también besa con bótox. Y la camarada Cristina, que tenga cuidado, que puede hacer con ella lo que hizo con Felipe González. Un enfado, un desamor, un cabreo, y se pone a investigar el origen de su inconmensurable fortuna, y dónde guarda el dinero, y aquello puede terminar como la tomatina de Buñol, por muy «Primer Damo» que sea en las altas ramas del poder.
Porque a ella, carácter, lo que se dice carácter, le sobra. Y mal temperamento. Y al principio todos son zalemillas, carantoñas y chocheces dulzonas. El amor recorriendo toda la resolana de la piel. Pero al cabo del tiempo puede surgir el desencuentro, el enfado, y lo que era remanso del Paraná convertirse en Garganta del Diablo de Iguazú, y ahí, en ese plan, Garzón no tiene otra cosa que hacer que salir corriendo, porque la viuda de Él no se anda con chiquitas.
Pero mientras dure el amor, si es que tal amor existe, les deseamos toda suerte de venturas, y frescos besos bajo las sombras de la morera, la gomera o el ombú. Que la dicha es infinita, como la tierra Pampa, y cuanto más ame en América, menos lo veremos por aquí. De ahí que ese presumible amor pueda ser declarado de Interés Nacional. Y todos felices y contentos.
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