Julián Redondo

Bartomeu

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Solo ante el peligro, como Gary Cooper en aquella inolvidable película de Zinnemann, así se encuentra Josep Maria Bartomeu, presidente del Barcelona. Los nacionalistas, soberanistas, independentistas, arribistas o como demonios se denominen, desconfían de él, como de cualquiera que no sigue las consignas del 9-N, y le rechazan. Son los mismos que han tenido los cataplines de criticar a Serrat por no comulgar con la ideología totalitaria de los «y yo, Mas». Ésos que cuando Serrat se enfrentaba al poder establecido, el de la dictadura, no el de la democracia, o escondían la cabeza debajo del ala o gritaban ¡Arriba España!, con tanto vigor como ahora ¡Visça Catalunya!, mientras el cantante se exiliaba en Argentina porque le perseguían en su casa. Pero Bartomeu está más solo. En su directiva hay representación de Mas, de Junqueras y de terceristas como Duran, donde me atrevo a encuadrarle. En este proceloso mar se maneja y manda. Fuera de ese espacio hace un frío que pela y no hay día que no le amenace un temporal. Ha heredado chapuzas que ensucian la excelente labor de La Masía, y el laberíntico contrato de Neymar, donde al pie de al menos siete folios aparece su firma... Rosell mintió cuando la Justicia descubrió el enjuague y puso pies en polvorosa. Bartomeu heredó el cargo sin hacer trampas. Con los estatutos del club en la mano, le corresponde hasta 2016. Y ahí sigue, ignorado por quienes confunden la sucesión de 1714 con la secesión, sin respaldo de quienes asumen la historia de toda la vida, atacado por Laporta, que huele la sangre, y cuestionado por Messi, el que faltaba para el duro. Bombas de relojería fuera y dentro del vestuario en esa transición que ha de conducir Luis Enrique, que no es precisamente Grace Kelly.