Ángela Vallvey
Basura
Según la RAE, es basura: suciedad, cosa que ensucia, residuos desechados y otros desperdicios; lugar donde se tiran esos residuos o desperdicios; cosa repugnante o despreciable, algo de muy baja calidad... Pienso en ello recordando, con incontenible náusea existencial, la noticia de estos días pasados: «Rescatado con vida un recién nacido arrojado a la basura». No es la primera vez que ocurre. Tirar a un hijo a la basura es una declaración de intenciones. La madre deja claro el valor que da a su criatura: semejante a un conjunto de desperdicios procedente de sus entrañas, barreduras del corazón que se rechazan y excluyen del hogar; una vida que está a la altura del coste de los papeles rotos y arrugados, los trapos viejos, las inmundicias orgánicas... El niño fue depositado en el recipiente de «Residuos orgánicos», como si el gesto del homicidio, del abandono sádico, tuviera un macabro subtexto de reciclaje ecológico. El niño –su nombre es Marco–, estaba envuelto junto al resto de los despojos que produce diariamente una casa. El fruto del sexo rápido e irreflexivo, urgente e ignorante. Cuando el placer manda y produce una vida no deseada que se evacúa al contenedor como un sobrante más; precisamente por ello se desperdicia, se derrocha, se mata. Antiguamente, los niños eran abandonados en una cestilla delante de una iglesia, o bien en plena calle, cuando ya eran capaces de tenerse en pie; corrían por las callejuelas en grupos de huérfanos, desamparados, famélicos, asilvestrados, desorientados, enfermos. El abandono de criaturas nos sorprende porque en Occidente fue desterrado de las costumbres desde hace mucho tiempo. Pero era algo habitual. Quizás sigue siéndolo: el pequeño Marco es testigo inocente de ello. Y la porquería donde arrojan a sus hijos esas madres parricidas también continúa siendo el reflejo de sus almas.
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