Economía

Billete y bandera

La Razón
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El tesoro de EE UU proyecta cambiar en el billete de 20 dólares el rostro del presidente Andrew Jackson por el de Harriet Tubman. De paso, la espía negra al servicio de Lincoln durante la Guerra de Secesión liderará a un puñado de sufragistas, amazonas de la emancipación, ubicadas en los papeles de 10 machacantes. Aunque las redes sociales hayan decretado el triunfo de lo palmario, aunque vivamos sometidos por la tiranía de la obviedad, el complejo debate en torno al billete corrobora la actualidad de lo alegórico. No los emoticonos, esos dibujitos para disfrute de futbolistas con complejo de rock star, sino del simbolismo que nace con las pinturas rupestres de Chauvet, aquellos leones y caballos que retrató Werner Herzog, y nutre banderas y constituciones. El uso que hagamos de la metáfora queda ya en nuestras manos. Podemos decir mucho y bueno con un billete, la lucha contra la esclavitud y la liberación de los oprimidos, etc., o agostarnos en el comentario imbécil de un partido de fútbol o en la sucia reivindicación del terruño. Lo que está claro es que el primate que vino de África y conquistó el planeta mediante el uso combinado de los dedos pulgar e índice, el desarrollo del lenguaje y la música, el pensamiento abstracto y el fuego, sigue hambriento de ideogramas para expresar mucho con poco. O poco, el odio al equipo rival, la melancolía xenófoba, con menos, aunque eso ya está más relacionado con la capacidad mental de cada uno y su predisposición al rencor. En democracias fuertes, como la de EE UU, es incluso posible deshonrar símbolos decisivos como la bandera. Su arraigo es tal que ni siquiera un acto vandálico discute su vigencia. Que la ley no cruja al gamberro no significa que se vaya de rositas. Los valores que encierra la enseña son compartidos por la mayoría de un cuerpo social identificado con la historia del país. Sobre el bárbaro caerá algo más que la ley: el desprecio, el ridículo, la vergüenza. En cambio, en España, pabellón de locos, zarandeados por gnomos con collares etnolingüísticos y flipados de anfetaminas chavistas, resultó indigerible contemplar cómo una señora quemaba el otro día un ejemplar de la Constitución. Nuestra pedagogía democrática sigue siendo feble y el viento del cementerio todavía queda muy cerca, y conviene proteger con mano dura los símbolos nacionales. Al cabo representan todo lo bueno que logramos darnos tras siglos de carlistadas y guerras civiles. Cómo no sentir cierta pesadumbre al asistir estos meses al debate en EE UU sobre los billetes, en la constatación de que, con independencia de las posiciones en juego y las opiniones de cada cual, todo dios comprende la importancia de la metáfora y nadie somete a escrache los méritos nacionales. Cabe concluir que en EE UU la simbología nacional trasciende las sugestiones sectarias y el infantilismo posmoderno. Mientras los escolares saludan cada mañana a la vieja «Star-spangled banner», trece colonias libres, cincuenta estados, el país despliega, con todas sus contradicciones, sus Trumps y sus Sanders, sus torpezas policiales y sus guetos, la enseña del mundo libre frente a la bacanal totalitaria, viento en popa a toda vela de Lima a Jafre (Gerona).