Alfonso Ussía

Blesa en la cárcel

Tengo sobrado derecho, como sujeto, y por ende como verdugo y víctima de mi subjetividad, a decir que Miguel Blesa siempre me cayó mal. Pruebas de ello hay en abundancia en pasados textos publicados en LA RAZÓN. Pequeños detalles de altivez y soberbia. Así que coincidimos en un vuelo de Iberia, y al llegar a la caótica Terminal 4 de Barajas, inteligentemente diseñada para que los pasajeros inviertan el doble del tiempo transcurrido durante el vuelo en alcanzar la puerta de salida, observé que Blesa llevaba un elegante portafolios de cuero de liviano peso, por cuanto de vez en cuando, en los tramos de suelo rodante, lo bamboleaba. Servidor atravesaba el desierto aeroportuario unos metros detrás del arrogante banquero. Y al alcanzar el final del trayecto, a Blesa le aguardaba un conductor al que, inmediatamente, le endosó el portafolios con un gesto imperativo y distante. –Obviamente se trata de un golpe de autoridad–, me dije a mí mismo con la serenidad que me caracteriza. Años más tarde, Blesa se me antojó desleal con Esperanza Aguirre en su afán de mantenerse a toda costa, a pesar de haber perdido la confianza de la entonces Presidenta de la Comunidad de Madrid, en la presidencia de Cajamadrid. Y sospeché extraños intereses y posibles triquiñuelas en su empecinado comportamiento. Días más tarde, coincidí en la boda de una queridísima amiga con José María Aznar, que mantiene su costumbre de regañar a quienes considera errados en sus apreciaciones. Y como si fuera Montoro, es decir, un personaje regañable, me tomó del brazo, me llevó hasta un rincón y con semblante de afecto en intervalo de irritación, me dijo: «Te equivocas. Blesa es un hombre honorable».

Estas esquinas no conforman un rincón de evidencias de culpabilidad. Son anécdotas. Pero los seres humanos nos dejamos influir por la química, y si alguien nos resulta incómodo, no siempre la incomodidad es justa. Y tengo para mí que el sentimiento de rechazo que experimento hacia Miguel Blesa lo comparto plenamente con el juez Elpidio José Silva. Con una diferencia fundamental. Mi desafecto en nada puede perjudicar al anterior presidente de Cajamadrid, mientras que el de don Elpidio lo puede mandar a la cárcel, como así ha sido. Apunta con acierto Pedro Narváez, uno de los grandes talentos de este periódico: «Un banquero en prisión llena de regocijo las barricadas». Y se me antoja comprensible que las barricadas, las redes sociales, los que viven tiempos angustiosos por culpa de la inflexibilidad de los bancos o de sus trucos inasumibles, se sientan regocijados con Blesa en la cárcel. Sucede, que para que el regocijo sea consecuente con el Estado de Derecho, los motivos para mandar a chirona a Blesa tienen que ser sobradamente consistentes, y según leo a los expertos, el auto de don Elpidio está más influido por la manía personal que por los fundamentos jurídicos. Es decir, que don Elpidio, que tiene más de una sombra en su mochila, enviando a Blesa a la trena de manera tan radical e inesperada, ha podido buscar con más ahínco la popularidad, el aplauso y la notoriedad que la síntesis de la Justicia. O lo que es igual, que don Elpidio, quizá sobrepasado por su poder, ha actuado más como persona de la calle que como juez. «A mí este individuo me toca las narices y lo mando a la cárcel para que sepa lo que vale un peine». Y no son formas.

Eso, el carácter, el temperamento, el cristal con que se mira y demás minucias.