María José Navarro
Brazil
Hace ya algunos años, cuando mis carnes eran prietas y mis cejas tenían tanto pelo que se me podía posar un búho tranquilamente, estuve en Brasil. Visité el estado de Bahía, caracterizado entonces por su seguridad gracias a un gobernador que había «limpiado» la zona a base de sacar en autobuses a miles de personas de las que nunca más se tuvo noticias. Además, y para que todo estuviera en condiciones, el exquisito gobernador había creado la «Policía turística», dedicada a proteger a los extranjeros y a obviar cualquier dificultad que tuvieran los paisanos. Allí apareció servidora, con su piel merluza y su nariz apagavelas, junto a mi amiga de la infancia, con la que pasé unos días entre la risa y el miedo, entre la fascinación y la desconfianza, entre la emoción y el susto. Recuerdo el vértigo que provocaba salir a la calle por la noche, la cantidad de precauciones y prevenciones, la fotocopia del pasaporte, la caja fuerte central en el hotel, los buses atestados de gente, la música, el silencio en los taxis de vuelta. Recuerdo ver muy pocos blancos por la calle, recuerdo la distancia entre los mulatos y los negros. De unos años a esta parte, Brasil es un gigante económico al que claramente se favorece buscando su completo desarrollo. No parece que lo haya conseguido. Los brasileños, poco dados a reivindicar, se han echado en masa a la calle para pedir más seguridad y menos desigualdades. El mundo entero contempla a un país (otro más) que ha dicho basta justo cuando se ha abierto el telón. «Mejor un buen hospital que un gol de la selección». Y eso, amiguitos, vale para todos.
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