Alfonso Ussía
Buenas Letras
La Academia de las Buenas Letras de Sevilla puede cerrar sus puertas si no recibe ayuda económica del Ministerio de Cultura. Creo que confundimos en exceso la bondad y la maldad en el uso del dinero público. Es diferente menguar la generosidad que disminuir la obligación. Generosidad y derroche son sinónimos de subvenciones absurdas. La obligación entra en la necesidad de mantener instituciones culturales admirables y admiradas, y la Academia de las Buenas Letras es, sin duda, una de ellas. Suena muy bien esa Academia sevillana, la de las Buenas Letras, porque Andalucía ha dado a la literatura y al periodismo literario español sus destellos más brillantes y cegadores. Ninguna otra región de España escribe como Andalucía. Y es lógico. Los andaluces nacen y crecen entre la belleza de su toponimia, sólo comparable a la de Castilla la Vieja, Castilla la Alta, que de una localidad a otra ensambla para el viajante la Historia de España. Un aprendiz de escritor que nace en Sevilla, Málaga, Huelva o Cádiz y a mano tiene, o a tiro de Piedra, como en Jaén, Córdoba y Granada tanta belleza en los nombres de sus lugares, se hace inmediatamente poeta. No me he olvidado de Almería, también rica en la armonía de sus topónimos. Así, Alcalá de los Gazules, Zahara de los Atunes, Jerez de la Frontera, Arcos de la Frontera, Puerto de Santa María, Sanlúcar de Barrameda... Así recitados, sale un poema. La Andalucía de los pueblos blancos de la Serranía de Ronda, Sevilla, Cádiz y Málaga confundidas y abrazadas. Es más complicado, aunque algunos lo han conseguido, dominar la belleza de la palabra naciendo en Guecho, Santurce, Oyarzun. Topónimos duros, bravos, o en San Feliú de Guixols y Sitges, dignísimos nombres de lugares con muy escasa explotación literaria. La última Andalucía nos regala la belleza de la literatura, porque son los andaluces y los castellanos los que mejor saben poner las palabras en su sitio. Un sitio luminoso y barroco en los andaluces, y místico y seco en los castellanos. Por ahí, abriendo las hojas de los periódicos están Antonio Burgos, Francisco Reyero, Ignacio Camacho... hijos y herederos de José Antonio Muñoz Rojas, los hermanos de Las Cuevas, de Fernando Villalón, de Manuel Halcón, de José María Pemán, Rafael Alberti, Lorca, Grosso, Manolo Barrios, Rafael de León... Se cuentan por centenares, y no hay lugar en Andalucía que no tenga un poeta, un dueño de la palabra, de la buena letra. Tampoco me olvido de Galicia, que cuenta con la maravilla de la literatura melancólica e irónica de las brumas, la fantasía suprema. Pero hoy nos toca defender la continuidad de la Academia de las Buenas Letras, que necesita ayuda, y el Gobierno de España está obligado culturalmente a dársela. Con cinco películas que no ve nadie se reúne el dinero suficiente para permitir que una institución ejemplar continúe respirando. A todos los que escribimos, un día u otro, nos gustaría ser andaluces. Se dice, y si no es cierto está bien contado, que las tropas napoleónicas, superado Despeñaperros, al toparse con el primer paisaje de Andalucía desde los altos de La Carolina y con la Sierra Morena a su vera, presentaron armas en homenaje a la belleza de los campos que se abrían y ensanchaban ante sus ojos. De ser cierto, también aquellos soldados franceses se hicieron, en aquel momento, poetas y escritores andaluces.
No puede agonizar la Academia sevillana por excelencia. Allí se reúnen los últimos magos y alfareros de la buena palabra. Los que mejor la usan y escriben. El talento popular. No se trata de subvencionar una película de los maquis buenos y los guardias civiles bigotudos que los persiguen. La película de siempre. Se trata de ayudar a las buenas palabras. No confundamos prioridades.
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