Ángela Vallvey
Cambios
En teoría política, antaño los estudiantes aprendíamos que –resumiendo con la mayor simplicidad– la lucha de partidos podía presentarse como una rivalidad entre los que pretenden perpetuar el orden establecido –conservadores, derechas– y los que intentan sustituirlo por otra cosa –innovadores, izquierdas–, si bien, hasta ahora, crecía una clara desideologización que hacía muy difícil distinguir a unos partidos de otros, a no ser por la pura denominación teórica que ellos mismos se auto-otorgaban. En lo que se llamaba «la izquierda» convivían dos corrientes principales: aquellos que seguían el método revolucionario –cortar con el orden existente de manera brusca, incluso brutal– y los que preferían el «reformismo»: ir transformando poco a poco la realidad. Los partidos socialistas dejaron de ser revolucionarios hace mucho, convirtiéndose en reformistas que incluso renunciaron al marxismo para alumbrar la socialdemocracia. Mientras que el comunismo se vio durante décadas enfrentado en Europa al fracaso, asumiendo que la revolución no parecía una empresa fácil –ni durante el entusiasta espejismo que supuso el Mayo del 68–, y aceptando con cierta amargura la victoria histórica, corroborada por el éxito en las urnas, de los reformistas socialdemócratas frente a las soluciones «radicales». De igual manera, la derecha podía dividirse entre los ultraconservadores y los fascistas –que no deben confundirse porque no son lo mismo, para nada...–, y otro grupo donde pudieran situarse los conservadores moderados y los liberales (juntos, pero no revueltos). La estrategia del bipartidismo enfrenta a dos bloques políticos de apariencia contraria: en la derecha se aglutinan tanto los extremos como los elementos moderados, y en la izquierda se reúnen y acoplan los revolucionarios con los reformistas, o sea: también extremistas y moderados en un mismo frente común. Contra lo que pueda parecer, la lucha política entre ambos bloques desdibujó sus diferencias a lo largo de las décadas. Lo hizo mientras el Estado de protección y bienestar funcionó en Europa y operó como milagroso lenitivo ideológico, vacuna ante guerras, conflictos sociales, etc. Así surgió el espacio del «centro» político, codiciado por izquierdas y derechas, donde se encontraban las grandes mayorías que otorgaban el poder a unos u otros. El comienzo de la Gran Recesión –hace casi una década–, con la quiebra definitiva del Estado del bienestar, ha hecho saltar en pedazos todo eso. Y parece que la faceta moderada de las ideologías haya dejado de ser el árbitro del tablero político. (Socorro).
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