Familia

Carne de membrillo

La Razón
La RazónLa Razón

Cuando volví de Soria, después de una larga ausencia, sentí al abrir la puerta un dulce olor a membrillo. No era mal recibimiento. Mireya, mi hija, se había ocupado de recoger la cosecha, y la fruta dorada llenaba fruteros en el salón y se desbordaba sobre la mesa de cristal, como en un gran bodegón vivo. De todos los árboles del pequeño jardín, el membrillo, que planté con mis propias manos en el rincón umbrío, da fruto todos los años, y eso que cada vez está más apretado, el pobre, entre un crecido laurel, de generación espontánea, y un poderoso castaño. El arbusto, de la familia de las rosáceas, que procede de Asia Menor, como los actuales refugiados –en la antigüedad florecía ya en Babilonia–, se defiende inclinando sus enmarañadas ramas hacia fuera en busca del sol. Confieso que cada año que pasa siento más asombro por las plantas, sobre todo por los árboles frutales, tan escasos en mi infancia de Sarnago. De aquellos tiempos guardo el recuedo del olor a membrillo en los armarios roperos, que a mí me parecía un olor a limpio, y, sobre todo, el placer de la carne de membrillo. La primera vez que lo probé, siendo muy pequeño, fue un obsequio casero de nuestros vecinos los maestros, que procedían de Maluenda, tierra de frutales, en Aragón. Y tanto me gustó aquello que el siguiente regalo de los Reyes Magos, el que más ilusión me hizo nunca, como digo en alguno de mis libros, fue un caballo de cartón con un aparejo de carne de membrillo. En un primer momento, el aparejo me entusiasmó más que el caballo. Esta experiencia infantil me ha acompañado toda la vida. Por eso en cuanto tuve ocasión planté un membrillero y cada año recojo los frutos que me ofrece y con ellos fabrico personalmente una carne de membrillo que no tiene nada que envidiar a ninguna de las que conozco. Es mi única habilidad en la cocina. Ayer tarde podían verme con un delantal ceñido a la cintura y una cuchara de palo en la mano enguantada, removiendo el membrillo en la olla, mientras me crujía la espalda y sudaba la gota gorda. Dirán que es una estampa vulgar, pero, qué quieren que les diga, me ayuda a recuperar el sabor de la infancia y a olvidarme unas horas de la política.