Julián Redondo
Casta invencible
El 14 de julio, hace dos meses en este domingo de gloria ciclista en la Plaza del Obradoiro, Alberto Contador abandonaba el Tour tras pedalear durante 18 kilómetros con una pierna rota. Corría por los Vosgos infinitos y en el descenso interminable del Petit Ballon se estrelló. Logró subir a la bicicleta y avanzó hasta que el dolor de la rodilla ensangrentada fue insoportable. Fractura de la meseta tibial. Quería reconciliarse con el Tour, conquistar la cima del podio y el crédito perdido. Fin de un sueño; serias dudas sobre su participación en la Vuelta a finales de agosto. Se entrenó entre lágrimas, no permitió que la musculatura perdiera volumen y fuerza, no quería ver la carrera por televisión; sufriría más que en carrera. En contra de la opinión de los médicos, se plantó en Jerez. Arriesgó presente y futuro: venció. Sintió la caricia del sol, energía purificadora; rodó kilómetros, ascendió las primeras cuestas y, salvo algunos pinchazos en la zona herida, no sintió molestia alguna. Pedaleó convencido, seguro de sus posibilidades a medida que engullía etapas y escalaba montañas. Ganó en La Farrapona, y en Ancares demostró su condición de líder y en el pulso tumbó primero a Purito y a Valverde, finalmente a Froome, su enemigo íntimo de aquí en adelante. Con esta tercera victoria, ha igualado a Rominger y a Heras en el palmarés de la Vuelta, que sólo echa de menos a Indurain y que al recitar los nombres de los ganadores desde 1935 tuerce el gesto cuando suena alguno tan irrelevante como el de Horner, o el ya olvidado de Cobo. El ciclismo es así y Contador, su campeón.
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