Ángela Vallvey

Cataluña

El puerto de Barcelona, uno de los principales del Mediterráneo, ha sido testigo de importantes estampas de la historia. Gonzalo Fernández de Oviedo-Valdés contaba la llegada de Colón, de regreso del Nuevo Continente, el recibimiento que le hicieron los Reyes Católicos y cómo a todos dejaron boquiabiertos los indios que traía consigo. Conozco a un descendiente de aquellos primeros indios que pisaron el Viejo Continente: gente notable y principal. El historiador Bofarull relataba que Colón estuvo en Barcelona en varias ocasiones, en una de las cuales se llevó consigo a doce religiosos catalanes para que empezasen a predicar el cristianismo allende la mar. También san Francisco de Asís desembarcó en el puerto, en 1214, recién llegado de Marruecos. En la época condal, salían a menudo de este puerto numerosas expediciones. En Cataluña todo lo grande y bueno es una suerte de puerto, una forma de partir, aventurarse, seducir: el acueducto de Tarragona y el anfiteatro de Tarraco; la Gerona que mira sobre el río Oñar, y su notable catedral –románica, gótica y hasta barroca–, la judería y los baños árabes; recorrer el litoral catalán, esa Costa Brava de riscos y oquedades solitarias en la que el mar ha hecho el trabajo de un escultor del tiempo, anudada por una cadencia de pueblos albos, a veces con sorprendentes murallas y torres medievales; de Lérida, unas fuentes en las que sólo falta que chapoteen sirenas de verdad... O pasear por Barcelona buscando las imaginativas huellas de Gaudí como el que rastrea un tesoro, sabiendo que no será difícil de encontrar. Y ver por dentro y por fuera una masía, arquetipo de construcción rural que es algo más que una casa: es una forma de institución social; se aprenden muchas cosas de Cataluña observando sus formas recias, jerárquicas y nobles, su verdad intemporal.