Francisco Rodríguez Adrados

Cataluña es España

Esa ultimísima campaña contra los que quieren estudiar español –castellano, dicen– en Cataluña es particularmente repugnante. La promueven, ya saben, como siempre, el Sr. Mas (a quien deberíamos llamar Menos, su especialidad son los recortes) y, supongo, ese otro señor de un cierto republicanismo sin corbata.

El español se habla tanto como el catalán en Cataluña y predomina en la escritura (pero los anuncios en público reciben multa). Allí nació el nombre de «españoles» para los de Hispania.

Cataluña es el comienzo de España. Comienzos importantes. Descendían de los iberos, llegados del sur del Ebro, de ellos salieron los ilergetes y otras tribus. Se añadieron griegos y romanos, que les trajeron las cultura, por cierto que antes que a Andalucía, a Madrid y al resto. No era una provincia, sólo parte de la Ulterior, que llega a Lugo.

Luego, tras una breve Marca Hispánica, a los condes ya no les nombraban los francos, eran grandes señores, sobre todo desde Wifredo el Velloso y los demás, salidos de la población íbero-griega-latina-goda: como en el resto de España.

Lo suyo era lo mismo de todos: combatir al moro, lo rechazaban hacia el sur. Avanzaban menos rápido que Castilla, pero la ayudaron, generosamente, en la batalla de la Navas de Tolosa (1212), luego dejaron de acosar al moro cediendo Murcia a Alfonso el Sabio, más tarde se unieron a Aragón (Compromiso de Caspe, 1412). Y al fin, Aragón a Castilla, boda de Isabel y Fernando, bien se sabe. Tratados y bodas.

Ni una guerra entre cristianos en la zona del este; sólo pactos y tratados.

¿Cuál es la diferencia? La única, dialectos latinos en Cataluña y Valencia diferentes del castellano. Pero se hablaba castellano en todas partes y las literaturas iniciales de Cataluña y Valencia casi se agostaron tras el siglo XV. Y los avances aragoneses en Sicilia y catalanes en Grecia fueron al final un fracaso. Y los castellanos en América, todo un éxito. La monarquía y lengua castellanas se extendían porque, sencillamente, eran buscadas.

Una lengua de seis u ocho millones de hablantes no interesa ya al mundo. Nadie quiere convertirse en Albania. Las hablaban sus hablantes entre ellos, también el castellano, que pronto se llamó. Ahora lo acorralan.

¿Cómo fue luego? El mimetismo de las repúblicas americanas a comienzos del XIX. Un mínimo grupo de ilustrados y ricos quería el poder. Algo había que inventar. Aquello de la toma de Barcelona: gran falsedad, el enfrentamiento fue, en el XVIII, por si elegir a un rey francés o a uno austriaco ¡para España toda!

Cataluña había creció unida a España: la industria llegó con ello, los aranceles les fueron bajados. Y como lengua escrita y hablada creció el castellano, porque era la más difundida, la que abría más puertas económicas, vitales, culturales. Como el francés o el italiano, nacidos en pequeños rincones.

Pero los grupitos fanatizados, supuestamente progres, insistían. Luego ya en el XX se unieron a la izquierda española y viceversa, recibieron la República y el estatuto del 31 (según Azaña, España iba a quedar como una balsa de aceite, vaya balsa). Fue un ensayo de independencia (con el supuesto presidente catalán en la cárcel, el Gobierno no se anduvo con bromas). Y luego, en la democracia, los catalanes siguieron recibiendo estatutos y nuevos estatutos («lo que queráis» decía Zapatero) y una casi independencia.

Ahora esos grandes aspirantes a gobernantes lo quieren todo y lo primero aniquilar el «castellá». Y se acogen a manifestaciones gritonas, organizadas. ¡Pero no tienen los votos! Eso sí, los organizadores siguen organizando. O sea: pagando, amenazando, retorciendo. Porque tras organizar el motín sólo reciben mínimas amenazas judiciales, más bien de risa.

Han logrado estropear el ambiente gracias a esos poco democráticos recursos. Me acuerdo de hace pocos años, desde mi cierto que limitado punto de vista. Los grupos de estudiosos de la Antigüedad –la madre de nuestra cultura, suya y nuestra– estábamos juntos. Yo daba conferencias en Barcelona, dirigía tesis doctorales. Recuerdo cuando un profesor catalán creó la gran colección de Clásicos grecolatinos «Alma Mater», cuya dirección me dejó cuando murió. Siguen escribiendo en ella catalanes.

Supongo que seguimos siendo amigos. Pero todo enrarecido, un silencio ominoso. Signo de malos tiempos.

¿Cómo un motín organizado, mínimo al principio, parece que todo lo puede? Logran amedrentar a los gobiernos y los pueblos. Son, al final, poca cosa, como eran al principio. Y contra la verdad, por mezquinos intereses de unos pocos, por miedo de muchos, sin los votos, eso se ha visto ya. Parece que la esperanza del Gobierno y de la gente enterada es que ya pasará. A ver si aciertan.

Difícil cuando hay impunidad, cuando por todo el mundo han esparcido eso de que Cataluña no es España. No es verdad, pero lo dice un gran cartel, lo pasean con nuestro dinero por el mundo (que apenas se lo cree). Y es difícil cuando están pendientes de que cometamos un error y siguen alentando ilusiones falsas.

¡Qué marcha tan quebrada y astuta, pedir pequeñas libertades y aspirar a independencias, cargos, honores, títulos heroicos de liberadores de la patria, Viriato, Gandhi y demás! ¡Qué truco tan bueno para las izquierdas: un puñado de votos unido a palabras hermosas! Mentiras bien planchadas.

Organizan la revolución llenando las calles de incautos, la pierden y ahí siguen en sus Ministerios lanzando pedradas al español, que es lo que hablan casi todos.

No se ha visto otra época tan triste. Lo que ha costado tanto esfuerzo, verlo negado o dado por perdido. Cuanto mucho, nos dejan mirar hacia otro lado. Más o menos, es lo que hacemos, yo no voy por allí. Ni por Gibraltar. Hasta que bajen del poder a esos señores.

No digo que no hayamos cometido errores, eso siempre pasa.

Queda el poder de la palabra. Sigo utilizándolo.