Julián Redondo

Cenar con Hannibal

C omo en los viejos tiempos, de tiros en el pie casi olvidados, así empezó el Atlético, encajando el primer gol en el túnel de vestuarios, con la expectativa de un partido emocionante, disputado, enterrada en plena concepción. Pensó Manquillo que como a él en Almería le hicieron un penalti colosal y no lo señaló uno de los hermanos Teixeira –ahora más conocidos como «Los Dalton»–, al echarse encima de Cristiano sin querer, y derribarlo, el árbitro se lo perdonaría. Undiano no lo pasó por alto. 0-1 a los 7 minutos, pues Ronaldo tampoco perdonó. Trataba Simeone de recomponer al equipo, y la figura, cuando Insúa, el otro lateral, tumbó a Bale con una zancadilla dentro del área. ¡Oootro penalti! Ronaldo lo lanzó por el mismo sitio, 0-2.

Después de jugar contra el Barça, el Madrid e incluso contra el Atlético, dijo Joaquín Caparrós, entrenador del Levante, que estos compromisos para su modesto equipo son como la visita al dentista; sólo que aquí el dolor no se disipa en la sala de espera, como ocurre tantas veces, sino que se prolonga incluso días después del encuentro. Comparar la situación atlética desde el instante en que Manquillo atropelló a Cristiano con una extracción molar ni siquiera describe la tortura que tenía por delante: tres goles en contra desde el Bernabéu, más otros dos de penalti, y en casa... Sólo tenía que meter seis. La promesa de una cena en el domicilio de Hannibal Lecter resulta más atractiva y menos atormentadora.

La prometedora semifinal empezó a diluirse con dos rebotes, expiró con el penalti de Manquillo, que pudo partirse el cuello (falta de Cristiano), y se estropeó con el mecherazo a Ronaldo. Lo peor de lo peor.