Pedro Narváez

Ceporros

La obsesión por que todos seamos iguales además de infantil y perversa ha sido letal para las aulas, donde ayer se precipitaron protestones que exigían mucho (dinero) sin dar nada a cambio, que es lo que se estila cada día en España. Cuando el ceporrismo ilustrado tiene las mismas oportunidades y el mismo trato que el talento y la excelencia el resultado es la desolación de la ortografía y la muerte de la cultura y la ciencia. No hace falta ver esos exámenes en los que los alumnos vierten su conocimiento de gran hermano incluidas las faltas gramaticales de los mensajes que aparecen en pantalla para maldecir la evidencia y rebatir el tópico de la generación más preparada de la historia. Preparada para nada. Y voy más allá. No sólo rechina la tortura a los conocimientos y el desprecio de la memoria sino la hechura moral de los bachilleres entre los que aumenta la llamada violencia de género y madruga la borrachera, que sería sólo un problema de salud pública si no fuera porque vacía las aulas sin culpa porque una cosa es beberse la vida adolescente y otra querer zampársela pero de plato ajeno Lejos de combatir este paisaje con figuritas de fracaso se lanzan paradojas, como revolucionarios con miedo al cambio que prenderían fuego a cualquier novedad, conservadores sin ganas de centrifugar el cerebro, profesores con síndrome de Estocolmo y, cómo no, políticos que parasitan entre los libros de texto que seguramente no han leído. La historia de España es prolija en debates sobre la educación y muy deficitaria en los resultados. Ahora llaman ideología a estimular al buen estudiante mientras la famélica legión intelectual presume sin vergüenza de su ignorancia. Si el río Miño no pasa por su comunidad no existe. Eso sí que es volver a la caverna. No encuentro algo más reaccionario que resistirse a aprender. Lo que los ojos no alcanzan a ver. Los totalitarismos no lo habrían hecho mejor.