Azul.

Chulo y cochinete

Las «Burlington Arcade» y «Downing Street» están separadas por un agradable paseo de veinte minutos. En las «Burlington» se reúnen los mejores surtidos de corbatas de Londres. También se exhiben corbatas feísimas, porque todo gusto es respetable, aunque no lo sea. Se lo decía, con inflexible cortesía, el dependiente de una de esas diminutas tiendas a un millonario tejano que había solicitado una corbata blanca con osos estampados. –¿Alguna especie de oso en particular?–; –si; osos polares–; –tenga en cuenta, señor, que los osos polares, que son blancos, sobre el blanco apenas destacan–; –Si, pero el que va a comprar la corbata soy yo, y no usted–. –Lo lamento, señor. No tengo esa corbata, ni la tendré jamás. Y de tenerla, sólo la usaría, llegado el caso, para colgarme de ella y suicidarme–. Los tejanos se llevan algún soponcio de más en Londres.

No es complicado acertar en la vestimenta cuando se acude a visitar a quien amablemente te recibe. «Cuando vas a casa ajena lo correcto es vestirse como uno cree que va a recibirte el anfitrión». Interesante consejo social del que reniega Yanis Varoufakis, el ministro comunista griego de Finanzas. El gran problema de estos descorbatados de lujo no es otro que su permanente confusión entre el leninismo y la corbata. Se creen los inventores del ruinoso sistema y no acuden a las hemerotecas. De hacerlo, apreciarían el estricto sentido de la cortesía indumentaria de sus predecesores soviéticos. Lenin, la momia, lleva corbata y se la cambian dos veces al año. Gromyko, el gran ministro soviético de Exteriores, viajaba con diez corbatas, todas negras, y se las anudaba al cuello con una exactitud pasmosa. Y el último ministro de Exteriores de la URSS, el georgiano Shevarnadze, no sólo cumplía a la perfección con la norma corbatera, sino que sus camisas se las hacía en Londres, en concreto, en «Goldman & Prowst». Y estos tontos no sólo creen que la corbata es de derechas, sino que también consideran conservadora y cavernícola la lavadora. Cumplen una visita de quince días por los países de la Unión Europea con la misma camisa azul fosforescente, la misma chupa de cuero y es de suponer, que con los mismos calzoncillos. De ahí la expresión de educado recelo del ministro británico de Finanzas, George Osborne, mientras despedía al guarrete a las puertas del 11 de «Downing Street».

El Zar Alejandro tuvo a bien asignar al duque de Osuna a un capitán cosaco como ayudante. El capitán se presentó a don Mariano: «A sus órdenes, Excelencia. Siempre que me necesite, estaré a su lado». Osuna no era de los que se callaban. «Gracias, capitán. Sólo le ruego que procure, cuando esté a mi lado, más rigor en su aseo personal». Ni Montoro se merece la visita de Varoufakis oliendo a choto. En la política sólo es aceptable el que huele a choto y viene a invertir. Pero que entre en el despacho un tipo sin corbata que no se cambia de camisa y que lleva moscas en las orejas y se atreva a decir que no piensa pagar su deuda, no es de recibo.

La primera víctima ha sido Osborne. El representante de una nación es como un aeropuerto.

La primera impresión es la que vale. Un ministro griego no puede viajar por Europa con la fácil chulería del atavío marginal como tarjeta de presentación. A ese tío, hay que lavarlo, vestirlo y ponerle en la maleta dos mudas. Una cosa es que insista en presentarse como el chulo de Europa y otra muy diferente, que el chulo de Europa carezca de educación. Con un timador limpio, se puede alcanzar algún acuerdo. Pero con un estafador nostálgico de corral, el acuerdo es imposible.

Montoro y Guindos. Adquieran las imprescindibles mascarillas.