Alfonso Ussía

Cobardes e inmundos

Llevo más de diez años padeciendo la humillación de ser felicitado por insensibles cretinos por un artículo que no es mío. Se trata de Almodóvar. No siento simpatía alguna por Almodóvar y me considero incapacitado para criticar, favorable o desfavorablemente sus películas. En algunas he sonreído y en otras me he dormido. Y lo siento. Pero jamás se me habría ocurrido escribir una cadena de insultos, groserías y procacidades que nada tienen que ver con mi manera de redactar una opinión. He intentado por todos los medios desmarcarme de la humillación de ese engendro. El autor de la porquería ha conseguido su propósito. Avergonzarme. A mí, porque algunos piensan que soy capaz de escribir semejante estupidez vestida de indecencia. Y a muchos lectores –y algunos amigos–, que insisten en felicitarme por ese vómito asqueroso. La red, o sea Internet, o sea la indefensión, o sea, el anonimato, o sea, la cobardía, permite este tipo de ultrajes e ignominias. Llevo algo más de un año con una cuenta de «Twitter», en la que opino de cuando en cuando, doy la cara y firmo con mi nombre y apellidos. Voy a abandonarla. No por otro motivo que por la inmunidad de los cobardes, de los que insultan, amenazan y humillan escondidos en la miseria del anonimato. O se regula con urgencia la obligación de identificarse en este tipo de redes sociales, o esto se va al carajo. Se exige la identificación y responsabilidad personal para ser socio de una biblioteca, para alquilar una bicicleta en cualquier municipio y para entrar en una discoteca. No se exige para insultar, calumniar, injuriar y amenazar de muerte. No me afectan los insultos, las calumnias, las injurias y las amenazas de muerte. Me afecta el amparo y la cobertura que esas acciones merecen de los responsables de «Twitter», o de «Facebook» o de cualquiera de los sistemas de intercomunicación inmediata actuales. He conocido a personas maravillosas en este chisme. Por lo normal, dan la cara y ofrecen su identidad. Pero hay una mugre extendida de cobardía y de odio que sólo es admisible si está admitida. Y lo está, segura, inmune, poderosa, repugnantemente libre y asquerosamente amparada. Para abrir una cuenta telefónica, hay que indentificarse. Para instalarse el Internet en un domicilio particular o una empresa, la identificación es el primer paso del acuerdo. En las llamadas «redes sociales» por los cursis, la identificación no es requisito de apertura. No se puede jugar un partido con la cara descubierta contra un equipo de embozados, de paniaguados, de mentes infectas ocultas con el pasamontañas del terrorismo activo o verbal. Sirve para conocer la suciedad y la hez de nuestra sociedad. No llevo el viento a mis velas. Pero en la izquierda radical pervive una inmundicia, un odio, una elementalidad intelectual, una incultura y un afán vengativo que no encuentro en otros sectores ideológicos. Así es si así os parece. O nos parece. O me parece a mí, que firmo este artículo y con ello, basta y sobra.

Con anterioridad a la modita del «Twitter» o el «Facebook», Internet se convirtió en el paraíso de los cobardes. Se puede escribir un esputo con el nombre de otro y hacerlo recorrer millones de kilómetros durante el tiempo que la ignominia sobreviva. Admito la dificultad –aunque no la comprenda–, de la identificación y la responsabilidad privada de los usuarios. Pero no la estupidez. Vuelvo al principio. Almodóvar me parece una anécdota. Pero el que piense que puedo insultar durante diez años con esa grosería a una anécdota, es un gilipollas.