Alfonso Ussía
Cocido
Larga familia y educación admirable. Comida familiar. Ha ocurrido en Madrid en el corazón del barrio de Salamanca. De primer plato, sopa de cocido, antesala del cocido madrileño, cuyo templo de perfección no es otro que Real Nuevo Club, en la calle de Cedaceros. Ningún problema con la sopa. Llegada la bandeja de los garbanzos, patatas, zanahorias y demás compañía, el hijo menor se ha mostrado tajante. «No me apetece el cocido. Exijo que se respete mi derecho a decidir. Quiero alubias rojas con arroz blanco». Los cinco hermanos mayores han apoyado al benjamín. «Nos gusta el cocido, pero tiene razón Ramón. No tenéis derecho a imponer un plato sin posibilidades alternativas. Queremos huevos fritos con patatas».
La opción tuvo éxito. De los seis hijos, dos apoyaron el derecho a decidir alubias rojas con arroz blanco y cuatro los huevos fritos con patatas. La gran bandeja de legumbres del cocido sin tocar. Tampoco la de la carne, tocino, morcilla, chorizo y tuétano. Los padres como Rajoy, sin saber qué hacer. Pero una tibia memoria del principio de autoridad familiar ha animado al jefe de la familia. «Mamá y yo os queremos mucho. Esta casa no es un restaurante. Siempre os hemos querido y tratado bien, como merecéis. Pero no admito el derecho a decidir porque ese derecho no existe. El que quiera comer cocido, que nos acompañe. El que quiera alubias con arroz blanco o huevos fritos con patatas, a la calle. No es una imposición. Es un principio». En ese tramo del conflicto, los partidarios del derecho a decidir decidieron finalmente respetar a sus padres, y cinco de ellos permanecieron en la mesa. El promotor de la escisión, Ramoncito, se mantuvo en sus trece, declaró su independencia y abandonó el hogar con altivo desprecio. El padre no se inmutó: «Es lo mismo, en media hora estará de vuelta». En efecto volvió y se calentó el cocido. Ya en la calle, al no encontrar restaurantes que ofrecieran alubias rojas con arroz, se acogió de nuevo a su derecho a decidir y decidió que mejor el cocido de casa que nada. Y la familia sigue unida, hasta el momento de redactar ese interesante texto.
Derecho a decidir. ¿De donde surge ese derecho? Si todos somos sujetos constituyentes, ¿por qué los catalanes y censados en Cataluña pueden decidir y el resto de los españoles aceptar lo que ellos decidan? Ante una supuesta victoria del independentismo en Cataluña, ¿se aceptaría por el nuevo Estado el derecho a decidir de los habitantes de sus territorios? ¿Podría el Prat de Llobregat ejercer su derecho a decidir y escindirse de la provincia de Barcelona para montar ahí su San Marino particular? ¿Permitirían a los araneses –que tienen sus particularidades y hasta dialecto propio– poner en práctica su derecho a decidir y establecer en sus maravillosos paisajes pirenaicos su Liechtenstein independiente? Si los inventores del derecho a decidir supieran el número de inmuebles que los madrileños y demás españoles despreciados poseen en el valle de Arán, no admitirían jamás que en Baqueira y en Beret se llevara a cabo el derecho a decidir. Porque en el fondo el derecho a decidir no es más que un derecho que han decidido que existe para decidir lo que una minoría desea imponer. Y de acuerdo. Si tal derecho se reconoce, ejerzámoslo todos. Quizá sea necesario que alguien, como ese padre de familia inesperadamente acorralalado por sus hijos díscolos y egoístas, recuerde que existe –eso sí–, un derecho fundamental que nos ampara y obliga a todos los españoles. El derecho a decidir sobre España y su futuro. Y a calentarse el cocido.
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