Alfonso Ussía
Comer en canicas
Se inauguran en las grandes metrópolis restaurantes nudistas. Pronto llegará a España la moda. Son restaurantes sólo abiertos a desnudos estéticos, lo que impide con rotundidad mi presencia en ellos. Pero nada tienen de originales o novedosos. A principios del siglo XVIII, en una parte del gran local que ocupó posteriormente en la plaza de «La Madeleine» el gran comercio de gastronomía «Fauchon», se estableció un club nudista denominado «Le Regarde», que sólo admitía a comensales despelotados.
Y en la historia del nudismo no faltan los gestos de osados pioneros que se sentaron en los nobles restaurantes en pelota picada. Así, el famoso incidente del no menos famoso duque de Bedford en el club «Brooks» de Londres. Llegó Bedford una calurosa noche de julio a su club con una chaqueta azul, pantalones grises y la camisa con el cuello abierto, sin corbata. Con gran dolor, el recepcionista del «Brooks» le mostró el Artículo 9 del Reglamento Interno. «A los señores socios se les exigirá para hacer uso del comedor, la corbata». Bedford, siempre respetuoso con las normas y ardiente defensor de su espíritu, abandonó el club sin rechistar, pero ya en la puerta en trance de salida se volvió al recepcionista y le rogó que le fuera reservada una mesa para la noche siguiente. «Por supuesto, Su Gracia».
Al día siguiente Bedford apareció con una gabardina. Depositada ésta en el guardarropa, el duque apareció completamente desnudo con una elegante corbata de «Floyd & Boomells» anudada al cuello. Cumplía estrictamente con el Artículo 9 del Reglamento Interno. Y ante el pasmo de sus consocios cenó en el comedor principal en ducales porretas. Fue modificado el Artículo 9. «A los señores socios se les exigirá para hacer uso del comedor, bar, biblioteca y salones sociales, traje oscuro, camisa y corbata, así como zapatos y calcetines». Pero Bedford ya se había apuntado su triunfo cumpliendo con todo respeto las normas del «Brooks».
Ese desnudo del duque tiene mucho más mérito que acudir corito y mostrado a un restaurante reservado para mostrados y coritos. Por otra parte, no estimo que resulte cómoda ni apacible la experiencia. Un descuido puede manchar de salsa hirviente la corbata, la camisa o el traje de un señor indeciso con la cuchara salsera, o el vestido de una elegante mujer sentada junto al patoso. El mismo camarero, en un momento de poca concentración en el desempeño de su labor, puede llevar a cabo semejante desaguisado. Todo lo arregla el tinte. Pero si la salsa caliente fluye por el dulce canalillo intermamario de la mujer, o el arrogante pelo en pecho del señor de marras, en lugar de acudir al tinte hay que hacerlo en ambulancia al hospital, departamento de quemados. Y no quiero ni pensar –ni a pensarlo me atrevo–, si el líquido ígneo y ardiente, fluye corriente abajo, y forma un delta quemante en las zonas, tanto masculinas como femeninas, reservadas a las intimidades y los gozos primaverales. Después del hospital hay que visitar al cirujano de estética. Y todo esto, por comer en bolas.
Estos restaurantes nudistas encajan a la perfección en los países fríos. Estar desnudo en el mes de enero, allí donde en lugar de terrazas para fumadores hay una alarmante densidad de osos polares, tiene su morbo. Pero en las ciudades de los países cálidos, eso de comer en pelotas y hablar con naturalidad de lo sabroso que es el plato elegido o de los colegios de los niños, resulta harto chocante. Nada satisface más a un hombre, en una primera cita, que figurarse el pandero de su bella acompañante. Si el pandero se deja ver a la primera ocasión, el hechizo se desmorona, se diluye, se hace aire de normalidad, que es un aire aburridísimo.
Por otra parte, y de acuerdo con la Constitución que los españoles nos dimos en 1978, este tipo de restaurantes, como el recién inaugurado «The Amrita» en la populosa y horrible ciudad de Tokyo, sería diáfanamente anticonstitucional. Los españoles tenemos los mismos derechos, seamos guapos o feos, atléticos o fofos, jóvenes o viejos, con el culo melocotón o el trasero escurrido. En «The Amrita» no admiten a clientes que den en la báscula más kilos que los convenientes respecto a su estatura, y no reservan a los mayores de sesenta años. Es decir, que admitirían a Garzón en pelotas y no permitirían cruzar su umbral a Bertín Osborne. Que darían la bienvenida a Ada Colau y le pondrían reparos a Sharon Stone. Un restaurante de esa calaña no puede figurar entre los locales recomendables.
En el lenguaje pijo-español, se dice para marcar la hora de la cita una bobada como la que sigue. «Os esperamos tipo ocho y media». De existir estos restaurantes en España la cita sería como sigue. «Nos vemos tipo nueve tipo en pelotas». Confuso futuro para este negocio. En Japón puede tener éxito, pero ese dato no es fundamental.
A uno le gusta comer y cenar vestidito.
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