Premios Oscar

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La Razón
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Los Oscar entregaron el momento estelar de los últimos años. No fue Trump desde Twitter. Ni siquiera una de esas secretarias suyas que invocan matanzas inexistentes amparándose en la «pozverda» del hecho alternativo (anteriormente conocido como embuste). Qué va. El gran zarpazo que iluminó portadas y metió yesca a las redes sociales fue un gazapo histórico en la gran noche del cine y blablablá. Ya saben, cuando Warren Beatty y Faye Dunaway, con cara de qué he hecho yo para merecer esto, LOS pobres, le dieron el Oscar a la Mejor Película a «La la land»... El error fue de la empresa encargada de custodiar los sobres de los ganadores. A esas alturas del ridículo ya daba igual. Aunque lo sustancial, a mi entender, no fue el error, y eso que fue mayúsculo, sino dos evidencias colaterales. Primero, que con la invasión de internet y la imparable migración de la chavalería hacia los pastos digitales, o bien las galas de premios logran reciclarse o están condenadas a que solo el azar, y para mal, anime de cuando en cuando sus narcotizados biorritmos. A mí las sales y Warren Beatty, queridos, que esto no hay quien lo levante. La segunda, más sustancial, y ligada a las consideraciones relativas a internet, tiene que ver con la pronta reacción de las redes sociales. En pocos minutos disfrutábamos de cientos, miles de parodias, chistes, bromas, chirigotas y otras felices gracias. Todas a costa de Beatty, que si chochea, que si menudo paripé el de las yemas de los dedos en los que quiso reencarnarse Woody Allen, o de la Academia, por manta, inútil e inservible; de paso, ya que estamos, por manipuladora, avejentada, conspirativa, previsible y cutre, y progre, oigan, que ya les vale a estos millonarios de explicar todo el santo día y en todas sus cuchipandas lo mucho que odian al presidente y, encima, hay que ver lo sobrevalorada que está esa señora, sí, ¿cómo era?, claro, leñe, Meryl Streep. Ya puestos la Academia de Hollywood también recibió estopa por fenicia y vendida al capital, viva el mal. Y a eso iba yo, a la urgente querencia que algunos sienten por fiscalizar los errores del prójimo y a lo divertidísimo que encontramos sus tropiezos. A la crueldad de un personal cómodamente instalado tras las caretas de los pseudónimos y la proliferación, de un tiempo a esta parte, de las patrullas de lo correcto. Esos canallas, siempre con la carabina a cuestas, que disparan varias veces por minuto para encontrarle tacha a cualquiera, burlar honras y como quien no quiere hace mofa del prójimo. Cuánto más consolidado sea éste, cuánto más prestigio disfrute, cuánta más pasta haya ganado con su oficio, mayor será el volumen del ruido. Total, ya me dirán. Son élites. Se ríen de nosotros. Están ahí porque les gusta. No han trabajado en su vida. Y a cualquier cosa, ¡a una película!, le decimos cultura. Bien está que nuestros abundantes lectores de Nietzsche y Kierkegaard pongan a los cómicos en su sitio.