Lucas Haurie

Con nuestros muertos

Si a Dámaso Alonso le producía «Insomnio» que Madrid fuese «una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas)», cualquier sevillano cabal debería tener pesadillas contemplando que aquí se agolpan, contando el área metropolitana a decir de la última actualización que el INE hizo del padrón, millón y medio de plañideras de funeral. En ningún sitio como en éste apasiona más un muerto ilustre, gusta tanto un cabezazo en un entierro; no existe sobre la tierra lugar en el que se alabe con tanta desmesura al finado (ay, el bíblico «líbrame Señor del día de las alabanzas»), donde la masa se adhiera con más entusiasmo al llanto, al sollozo, al gimoteo, al suspiro, al hipido, al rictus ora desencajado, ora resignado con labios prietos y mirada perdida... Cien mil personas desfilaron ante la capilla ardiente de la Duquesa de Alba; todo el tráfico rodado quedó empantanado durante dos jornadas laborables, como en los días «señalaítos» de las procesiones que se organizan excusas cada vez más fútiles. Patrocinado, auspiciado y dirigido el happening por unas autoridades siempre tan entusiastas en el cultivo del topicazo como remisas a cualquier política encaminada a sacar a esta tierra de su postración secular.

Seguro que Cayetana de Alba, a quien entre tantos dones también le fue concedido el buen humor, quiso morir y ser enterrada en Sevilla para protagonizar en sus exequias un último espectáculo memorable. Aquí pintó Valdés Leal sus terribles «Postrimerías», se angustió Mañara y desfilan todas las primaveras cincuenta cristos ensangrentados como si volvieran de desembarcar en Normandía, gentileza del barroco de estricta obediencia tridentina. Pero también se bromea con la parca y se ríe a costa de las tinieblas. Un ilustre vecino del Palacio de las Dueñas, el tabernero Pepe Peregil (no es errata, sino apócope de los apellidos Pérez Gil), le cantó en pleno luto del Sábado Santo una saeta a la «Canina», el esqueleto que acompaña al Santo Entierro en un paso alegórico: «Qué peaso de tibia, qué peaso de peroné, te voy a cantá una saeta, con la leche que mamé», acertó a vociferar antes de ser conducido al cuartelillo. Otro parroquiano de los bares de la zona, el humorista Paco Gandía, hizo fortuna con su chiste «Un gran entierro en Sevilla», un monólogo kilométrico que terminaba con el muerto levantándose de la caja reanimado por el hachís que aventaban los turiferarios. La ciudad dual.