Joaquín Marco

Con y después de Fidel

La Razón
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D espués de que las cenizas de Fidel Castro hayan sido paseadas desde La Habana a Santiago en olor de multitudes hasta el cementerio de Santa Ifigenia, en ceremonias que tanto recordaron el espíritu católico en el que se formó siendo adolescente, no resulta difícil interpretar la atracción que despertó. Bien es verdad que el castrismo que sobrevive en parte debe vincularse al caudillismo, fenómeno no exclusivo de Latinoamérica. Las largas colas que se formaron en La Habana nos recordaron las que se produjeron tras la muerte de Francisco Franco, caudillo español por antonomasia. El socialismo que todavía se proclama en Cuba y que algunos califican de comunista tiene mucho de caribeño, fantasía y picaresca, tal vez heredada de aquella España colonizadora o de la Cataluña mercantilista. La cubana fue una revolución que subyugó no sólo a los latinoamericanos, sino también a los europeos y, en especial, a una generación de españoles que entendimos la caída del corrupto régimen de Batista como esperanza democrática y justiciera ya en las últimas horas del franquismo. En la parisina editorial Ruedo Ibérico, cuyos libros aquí se vendían clandestinamente en algunas librerías, se publicó en enero de 1962 un libro colectivo de 33 poetas españolas, «España canta a Cuba», con prólogo de Blas de Otero y cubierta de Antonio Saura, que reflejaba el entusiasmo que transmitía aquel cambio más social que político. Pero fue el argentino Che Guevara, un mito alternativo al líder, quien extendió por el Continente americano, supervisado de cerca por los EE.UU., una desigual guerra de guerrillas, algunas urbanas, que fueron excusa para el establecimiento de regímenes de inaudita crueldad. La heroica muerte del médico, pésimo economista y guerrillero en tierras bolivianas, le convirtió en icono de consumo y se difuminó hasta en camisetas.

Ya en 1970, en la colección barcelonesa de poesía Ocnos, que dirigí, había publicado, sin intuir su casi inmediato conflicto en 1971, el libro del poeta cubano Heberto Padilla, «El justo tiempo humano» y, poco después, el 25 de febrero de 1971 el también cubano César López obtuvo el fugaz Primer premio de poesía Ocnos, con su «Segundo libro de la ciudad», donde podían leerse versos como: «/.../ y la única realidad, erguida y alta, angustiosa tal vez,/ inscrita para siempre más allá de los muros y conciencias, / es el texto entrañable PATRIA O MUERTE». En mi único viaje a La Habana, formando parte de una corta delegación de UNESCO, intenté dar con el poeta infructuosamente. Habían pasado años y, tras el escándalo internacional del «caso Padilla», acusado de homosexual fue condenado como tantos a la zafra. Cuando pasé por la capital trabajaba ya, según me contaron, en una biblioteca, pero a pesar de las promesas de facilitar un encuentro, nada pude lograr. José Agustín Goytisolo, que realizaba por aquellos años frecuentes viajes a Cuba, porque los Goytisolo tenían allí algunas raíces familiares, facilitó la publicación en Ocnos de jóvenes poetas revolucionarios desconocidos todavía en España, como el salvadoreño Roque Dalton o el argentino Francisco Urondo, víctimas de la represión y la violencia. La Cuba que pude ver constituía una curiosa mezcla de nacionalismo exaltado, escasez en el consumo más elemental y arraigada corrupción. Alejada y añorante de su cultivado enemigo, los EE.UU., con sus destartalados coches sin piezas de recambio –aunque los conductores se las ingeniaran como podían para que, mal que bien, siguieran funcionando– se enorgullecían de una revolución que se había convertido ya en un sistema sin libertad.

Las ganas de leer se contradecían con la escasez de libros. Era el momento de la nueva trova cubana y La Habana mostraba una vitalidad que, con un turismo todavía muy escaso, resultaba fruto de deseos antes que de realidades, con una arquitectura aquejada por el salitre, decadente. Como diplomáticos de ocasión, la delegación de la que formaba parte estaba controlada de forma parecida a la visita que había realizado en la extinta URSS. Pero lo que allí se exhibía de socialismo encorsetado, en Cuba resultaba exótico. Permitía o no quería enterarse, por ejemplo, de que nuestro chófer oficial alquilara por libre y ajeno al sistema, su casa de verano en Varadero, la nueva había desaparecido. Ello no impedía, sin embargo, que la invisible presencia de Fidel, líder indiscutible, flotara en el ambiente. Llegué a conocer alguna de las figuras emblemáticas de la Revolución, como la directora y heroína del asalto al cuartel de Moncada, Haydée Santamaría, directora entonces de «Casa de las Américas», sencilla y cálida, que acabó suicidándose en 1980, o el Ministro de Cultura, Armando Hart, que ocupó el cargo desde 1976 hasta 1997, impulsor de la alfabetización. El relevo de Fidel en 2006 por su hermano Raúl, de 85 años, que abandonará el poder dentro de quince meses, oscuro administrador, lejos de su carisma, parecía finalizar el caudillismo y un difícil legado. El futuro de Cuba no deja de ser una incógnita, otra decepción que puede añadirse a la larga lista de utopías del pasado siglo. Pero las vinculaciones emocionales y familiares, escasamente atendidas y fomentadas, de los pueblos latinoamericanos –y Cuba especialmente– con España, permanecen. El castrismo tuvo entre nosotros, en los inicios, un eco complejo que las nuevas generaciones quizás no logren entender. Ya nada nos sugiere el nombre del probable sucesor, Miguel Díaz-Canel, nacido en 1960. La coleta de Pablo Iglesias tampoco es comparable con las barbas revolucionarias cubanas.