Antonio Cañizares
Concilio Vaticano II (I)
Para situar las siguientes reflexiones conviene recordar que nos encontramos en el Año de la Fe, y que Benedicto XVI Padre, en «Porta Fidei», dice que este Año será una ocasión propicia para que todos los fieles comprendan más profundamente que el fundamento de la fe cristiana es el «encuentro con un acontecimiento, con una Persona que da a la vida un nuevo horizonte y con estos una orientación decisiva». A partir de este encuentro con Jesucristo resucitado, «la fe podrá ser descubierta en su integridad y en todo su esplendor. Este encuentro acaece principalmente en la liturgia». Por eso en la vida de la Iglesia se debe destacar el puesto de la liturgia, cuyo centro y culmen es la Eucaristía, sacramento de la fe. Benedicto XVI, en «Porta Fidei», dice expresamente que «este Año será una ocasión propicia para intensificar la celebración de la fe en la liturgia». Habría que destacar en este Año de la Fe esta presencia de Cristo, que actúa en la liturgia y construye la Iglesia.
Para hablar de la renovación litúrgica del Concilio Vaticano II, particularmente planteada en la Constitución conciliar «Sacrosanctum Concilium», es preciso situar tal renovación en el conjunto del Vaticano II, y recordar, a este efecto, que el Vaticano II irrumpió de manera inesperada en nuestra historia como un nuevo Pentecostés; fue un gran acontecimiento, seguramente el más importante de la Iglesia en el pasado siglo, un gran signo, puerta abierta y camino de esperanza para la Iglesia y para el mundo, verdadera primavera que abre a una esperanza de vida nueva y transformación según el propósito divino. Un Concilio como el Vaticano II no se asume, interioriza y se aplica en un espacio corto de tiempo; se requiere mucho tiempo para ello. Ahí, en el Concilio Vaticano II, está lo que la Trinidad Santa nos pide hoy, lo que quiere para su Iglesia y lo que quiere llevar a cabo con ella a favor de todos los hombres; tremenda responsabilidad la nuestra, la responsabilidad de quienes por don y gracia de Dios somos parte de la Iglesia, para escuchar, acoger, obedecer y llevar a cabo lo que, a través del Concilio, hoy, «el Espíritu dice a las iglesias»: ¡Dios nos ayude a escuchar hoy su voz!
El Concilio de nuestro tiempo ha contribuido –sigue contribuyendo– de una manera extraordinaria, sin duda, a que la Iglesia, renovada y santificada interiormente sin cesar, viva y acentúe generosamente la solidaridad con la humanidad, en sus esperanzas e inquietudes, y a que afronte con valentía y decisión la evangelización del hombre contemporáneo, obra de renovación de una humanidad nueva hecha de hombres nuevos con la novedad del Bautismo y de la vida conforme al Evangelio. El Espíritu Santo, con toda certeza, nos ha mostrado y enseñado lo que quiere decir a la Iglesia en la hora presente de su peregrinación. A medida que nos adentramos en este tercer milenio nos percatamos con gratitud creciente del gran regalo que ha sido y sigue siendo el Concilio Vaticano II y, consiguientemente, la responsabilidad que hemos contraído para con él. Animados por la esperanza que el Vaticano II suscita en la Iglesia y para el mundo, sentimos la invitación apremiante a «conocer mejor e íntegramente el Concilio Vaticano II, a realizar un estudio del mismo más intenso y profundo» (Sínodo extraordinario de los Obispos, 1985). Estamos obligados a una interpretación adecuada y fiel del Concilio Vaticano II, para lo que tenemos la extraordinaria guía de interpretación que nos ofreció el Papa Benedicto XVI en aquel importantísimo discurso del Papa dirigido a la Curia Romana con ocasión de los «auguri di Natale», el 22 de diciembre de 2006 y en su homilía del 11 de octubre pasado en el 50 aniversario del inicio del Concilio. En ese conjunto y unidad hay que ver y comprender la renovación litúrgica que quiso el Vaticano II, y conforme a dichos criterios de interpretación debemos también interpretar la Constitución «Sacrosanctum Concilium», y cuanto se refiere a la renovación litúrgica que el Vaticano II promueve: la unidad de los textos conciliares y la renovación-reforma en la continuidad son claves para comprender la renovación litúrgica.
A ese conjunto y unidad pertenecen los fines y objetivos que se pretendían con el Concilio y que se irán determinando y perfilando poco a poco: tales fines y objetivos los encontramos formulados en las palabras iniciales de la Constitución sobre la sagrada Liturgia, «Sacrosanctum Concilium», la primera de las constituciones aprobadas por la asamblea conciliar, promulgada por el Papa, el Venerable Pablo VI, el 4 de diciembre de 1963. Dice así: «Este sacrosanto Concilio se propone acrecentar de día en día entre los fieles la vida cristiana, adaptar mejor a las necesidades de nuestro tiempo que están sujetas a cambio, promover todo aquello que pueda contribuir a la unión de cuantos creen en Jesucristo y fortalecer lo que sirve para invitar a todos los hombres al seno de la Iglesia. Por eso cree que le corresponde de un modo particular procurar la reforma y el fomento de la liturgia» (SC, 1). Los fines del Concilio están internamente articulados y ordenados entre sí, y en su unidad todos tienden a que la Iglesia, y los cristianos en ella y con ella, viva, arraigada en Jesucristo, en la situación presente de la historia, con mayor profundidad y transparencia su vocación común a la santidad para dar gloria a Dios, de la que es inseparable la salvación de las almas. El Concilio Vaticano II ha sido y es un Concilio que mira a la Iglesia, que está llamada a ser lo que Dios quiere de ella; y así el Concilio es una invitación a la Iglesia a que sea ella misma, como Dios la quiere y la crea, y actúe conforme a la vocación y misión que Dios mismo le confiere: así, por ejemplo, la renovación litúrgica querida por el mismo Vaticano II tiende a la celebración más consciente, participada y activa, del misterio pascual de Cristo, con los frutos de santidad, comunión y misión consiguientes.
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