Pedro Narváez
Conde Drácula
Los vampiros siempre vuelven, por algo son inmortales, se reencarnan en cuerpos nobles y deseados hasta que éstos se corrompen y así va pasando la eternidad. España es ya una mala novela gótica por entregas que podría empezar de esta manera. A la introducción sólo le falta la palabra sangre para que pase el control del párrafo tipo. Mario Conde ha viajado en el tiempo dando mordiscos a la Hacienda Pública con los poderes de un vampiro. Diríase que cuando estuvo en la cárcel su alma seguía libre para hipnotizar tanto a la plebe como a las señoras de los salones de té, mientras el dinero volaba enmascarado desde Suiza como en tiempos lo hizo el ataúd de Drácula desde Rumanía hasta Londres.
El hombre que nos daba consejos sobre la regeneración no dejó de ser aquel farsante que popularizó la gomina como pegamento del poder, tanto que incluso cuando salió del trullo las televisiones y las revistas del corazón se lo rifaban. Nada como ver a un rico redimido. Los ladrones tienen su público y Mario Conde era el envés de El Dioni, sólo que el primero no presumía de retozar con mulatas en Brasil. Lo más preocupante y lo más grotesco de esta resurrección del vampiro fue su intento de asaltar las urnas, lo que suponía que un cargo público era el mejor refugio para esconder bribones, un ejemplo del desprecio que la política se ganó con personajes como éste.
La lección que nos deja el intento fracasado de Conde de ser presidente del Gobierno y las revelaciones de los «papeles de Panamá» no es que los ricos sean malvados que quieren ahorrarse impuestos. No. Mientras paguen que hagan negocios donde quieran. El dinero es suyo. Esa moral tributaria empieza a ser una estéril Inquisición en la que se queman reputaciones sin que el contribuyente haga caja porque los millones siempre tienen un cálido rincón que los acoja. Lo malo es que el ágora de los políticos y de los que los critican, léase Almodóvar, se retrate como un campo de cuatreros mundialista en el que caben Cameron y Soria, no Paco Martínez Soria, que a decir de ignorantes sin humor era caspa, cuando hizo comprender a nuestros abuelos la vanguardia hippy riéndose de ella, sino el ministro, que ha explicado que lleva el pelo lavado. La caspa estaba bajo la gomina de Conde, el hombre que quiso pertenecer a ese club de aforados que se resguardan en sagrado con la ayuda de aquella Intereconomía. Lo terrible es que en los «papeles» aparezcan servidores públicos que hacen lo contrario de lo que pregonan y que ponen en riesgo reinos de siglos menos el de la pasta. A Mario Conde le clavaron la estaca en el corazón equivocado. Para conseguir el mapa de su tesoro la Guardia Civil necesitaría por lo menos pillar colocado al Keith Richards de «Piratas del Caribe», lo que ya no es tan frecuente. El ex banquero era el Lestat de Lioncourt que se aprovechaba de que la ciudad ardía para meter a su familia en un relato de Saviano. Pura mafia.
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