Restringido
Conspiraciones
Al puchero republicano ya sólo le faltaba un complot. Un pellizco de adobo para salpimentar el plato y nublarlo. La muerte del juez del Supremo, Antonin Scalia, de vacaciones en Nuevo México, ha propiciado la entrada en escena de las teorías conspirativas. Iluminado por los sondeos como una diva en el Metropolitan, Donald Trump ya insinúa que lo mataron. Al parecer el dueño del complejo donde palmó el togado explicó a la Prensa que lo encontraron con una almohada sobre la cabeza y Trump entendió sobre el rostro. Casi nada.
A los miembros del Supremo de EE UU los propone el presidente y sólo ellos, o la Huesuda, deciden cuándo cesan. Ahí tienen, todavía en activo, a Ruth Bader Ginsburg, 82 años, a la que aupó Bill Clinton en 1993. A su vez Ginsburg había sucedido a Byron White, que llegó al Supremo de la mano de John Fitzgerald Kennedy, en 1962. Con la muerte de Scalia, alineado con los conservadores, ha estallado la guerra. Si creían que en España el poder judicial arrastra la sospecha del seguidismo hacia quienes les nombran, bienvenidos a EE UU. Con 4 jueces catalogados como progresistas y 4 como conservadores, el magistrado que elija Obama podría cambiar el curso del país durante las próximas décadas. Si le dejan, claro, pues los republicanos se han juramentado para evitarlo, como si el presidente fuera un interino. Scalia murió en el Cibolo Creek Ranch, un complejo de lujo situado en mitad del desierto, que antes de la Guerra de Secesión fue rancho y donde, entre otras, grabaron películas como «Pozos de ambición» y «No es país para viejos». El plató de los Cohen, el patio de recreo del enloquecido minero que interpretó Daniel Day-Lewis, refugio de las estrellas de Hollywood aficionadas a la caza, fue la tumba del juez que encumbró Ronald Reagan. Hemos visto demasiado cine, demasiadas series con sabuesos y huelebraguetas puteados por la mano larga de los de arriba, como para que no babeemos ante la posibilidad de una conjura. Trump, que conoce como nadie los mecanismos que hay que activar para que truene en campaña, se limita a ofrecer la carroña que excita al público. Lo de menos sería el meollo de la batalla política y judicial, la mayoría en el Supremo, el currículum de los posibles candidatos y otras sandeces. A Trump lo que le mueve es el olor de la sangre, el convencimiento de que el electorado prefiere la turbia fantasía al rudo informe del médico.
La gente dice creer en la democracia, pero busca el amarillismo. Qué mejor bazofia que pretender que una muerte natural, casi funcionarial, taciturna, en mitad de un secarral lunar, es la antesala de una trama lúgubre. Urdida entre susurros por quienes pretenden descarrilar la historia. ¿Quién, quiénes? Uf. Cualquiera. Los demócratas. Los republicanos comprados por Washington. La masonería. Wall Street. Los últimos hippies. El Grupo Bilderberg. O los Illuminati, siempre tan socorridos. La buena noticia es que el presunto asesinato del juez Scalia es (vágamente) verosímil, pero al cabo irreal. ¿La mala? Que Trump, siendo inverosímil, es real.
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