Ángela Vallvey

Consumo

Mientras éramos despreocupadas cigarras, criticábamos el «vicio del consumismo» como si fuese una imprudencia, un exceso occidental. Pascal Bruckner nos alertaba sobre la «degradada religión del consumismo» en la que los clientes se convertían en feligreses de supermercado. Cegados y entontecidos por el neón de la oferta y el velón del 2x1. Avances tecnológicos y expansión económica sin precedentes se conjuraron para convertirnos en insaciables compradores, cada día con una necesidad nueva, antinatural y absurda, que satisfacer mediante la adquisición de bienes de consumo. Los bienpensantes de entonces (entre los que no me es grato tener que incluirme, aunque lo haga), alarmados por ese ardor del posesivo que sólo se calmaba temporalmente en los altares de un escaparate del Pryca, lanzábamos patéticos reclamos a favor de la austeridad y la espiritualidad (mientras le sacábamos chispas a la propia tarjeta de crédito). El mundo mágico de los descuentos, el paraíso terrenal del gran almacén en las afueras provisto de aparcamientos que podrían haber alojado a la infantería de los aliados en la II Guerra Mundial, nos seducían con su perfecto vacío comercial, su promesa de ocio interminable y sus becerros de oro pastando en esa semana fantástica que es la vida. La última modelo que anunciaba las rebajas de primavera-verano sustituyó a Hamlet haciéndose preguntas. La redundancia en la adquisición de objetos fue una clave del Estado de Bienestar.

Una vez que la rueda se atrancó y llegó la recesión, quedó claro que la sociedad de consumo occidental sostenía la riqueza y el crecimiento del mundo «entero». Los afortunados que podían permitírselo empezaron a ahorrar y a guardar, temerosos del futuro. Llevan años haciéndolo. No compran nada que consideren «superfluo». Pero tiene razón la alcaldesa de Madrid: hay que empezar a visitar las tiendas y darle un poco de vidilla a esto.