Estados Unidos
Contorsiones
«Achieving our country», un ensayo de 1998 firmado por el profesor Richard Rorty, adornaba ayer la portada del «New York Times». Este párrafo, de hace 20 años: «Los miembros de los sindicatos y los trabajadores no especializados tarde o temprano comprenderán que el Gobierno ni siquiera trata de evitar que los sueldos sigan encogiéndose o que los trabajos se exporten al extranjero. Al mismo tiempo comprenderán que los trabajadores cualificados de los suburbios no están dispuestos a pagar impuestos para proporcionar beneficios sociales a nadie más. En ese momento, algo se romperá. El electorado suburbano decidirá que el sistema le ha fallado y buscará a un hombre fuerte, alguien que le asegure que, una vez elegido, no permitirá que los presumidos burócratas, los abogados tramposos y los profesores posmodernistas sigan al mando». El libro de Rorty fue ignorado en su día. Explicaba que la izquierda académica, desde los sesenta, había roto sus viejas alianzas para dedicarse a tareas más gratas, como las guerras culturales y las políticas de identidad. Acabar con el «sadismo socialmente aceptado» acaparó su tiempo, en la esperanza de que «los patriarcas blancos no votarán más y su espacio será ocupado por los miembros de los grupos antes perseguidos». Resulta tentador explicar la victoria de Trump, y en general el auge del populismo, en base a la desigualdad. Pero la supuesta disparidad no es tan explosiva como quisieran hacernos creer los profetas, empeñados en ignorar factores tan relevantes como el racismo. La gente no es racista. Qué va. Es sólo que tiene miedo, está enfadada. Por eso votó a un tipo que contaba con la bendición del KKK. Tampoco importa la rampante deslealtad hacia el sistema de unos republicanos que apostaron al auge del Tea Party, abonando el terreno para su propia aniquilación y la victoria de un Jinete sin Cabeza que hizo campaña a base de chulear a Jeb Bush e insultar a John McCain. Y menos todavía el auge de las «noticias falsas», distribuidas por los mohosos conductos de ventilación de empresas que, como Google y Facebook, nunca creyeron necesario retirar de sus estantes los yogures podridos. Nadie duda de que el descalabro de Hillary Clinton esté relacionado con el auge de unos programas académicos miopes, incapaces de mirar más allá de las políticas de identidad. Con la histeria del yo, mí, me, conmigo y mis amigos. Ese discurso suyo con el que parecía hablar a todos excepto a los blancos de clase trabajadora. Pero sería suicida despreciar la facilidad con la que nuestros vecinos jalean la dualidad nosotros/ellos y el embrujo del pueblo vs. la casta, la persistencia del racismo, el encanto irresistible de las respuestas elementales, el resentimiento social que ennoblece la desacralización del conocimiento y, uh, el menoscabo de los medios de información tradicionales, vapuleados por unas redes sociales adictas al revanchismo y amparadas por el anonimato que ayudan a propalar maledicencias, calumnias, difamaciones y trolas. Nos repele lo que la victoria de Trump y afines deletrea sobre la condición humana. De ahí las contorsiones, vergonzantemente absolutorias.
✕
Accede a tu cuenta para comentar