José Luis Requero

Corrupción y eficacia judicial

Hace poco la secretaria general del partido gobernante afirmaba respecto de la corrupción que su partido «ha hecho todo lo que podía hacer, nosotros no podemos meter a la gente en la cárcel». Luego aclaró que se refería a sus afiliados. Es decir, que la reacción no puede ir más allá que dar de baja provisional o, incluso, expulsar a los afectados. Pero se da la circunstancia de que su partido gobierna amparado con una mayoría absoluta; es decir, que tiene su disposición el Boletín Oficial del Estado. Tras el último escándalo, el presidente del Gobierno reclamaba que la Justicia actuase con celeridad: colaborará «todo lo que nos pida la Justicia y esperemos que esta actúe con celeridad»; una idea esta –la celeridad– a la que también apelan desde otros partidos. Aún resuenan las palabras del presidente del Tribunal Supremo en La Razón: ante la corrupción nuestras leyes procesales están desfasadas, están pensadas para el «robagallinas». Y es cierto. Nuestra ley procesal penal, con la que se instruyen las causas por delito, data de 1882 y por muchos parcheos que esté no deja de ser una norma pensada para la delincuencia del caso de La Mano Negra, los crímenes de la Calle Fuencarral o de Jarabo. Hoy el lugar de la crónica de sucesos la ocupa la crónica política.

Del mismo modo que se pide celeridad a la Justicia, me pregunto si sería admisible exigir al Gobierno que de aquí a Navidades logre el pleno empleo o que baje déficit en un par de puntos o que crezca el PIB al 4%. Me dirían que son objetivos deseables y que está poniendo los medios y que hay que esperar a ver los frutos de las actuales medidas. La diferencia con la Justicia es que ante la corrupción los jueces emplean los medios que se les da desde el poder político: el Legislativo con leyes y presupuestos y el Ejecutivo con medios materiales.

Los casos de corrupción demuestran que el juez instructor tiene que desenmarañar de ordinario no un hecho aislado, sino operaciones complejas ejecutadas a lo largo de los años y desde una organización trufada de testaferros, de empresas interpuestas, de patrimonios ocultos bajo una manta de cuentas en paraísos fiscales y artificios de la más depurada ingeniería fiscal o contable. Y lo peor es el efecto cereza: que se meta la mano en el cesto y de cada hecho investigable salgan dos o tres más y de éstos otros tantos. No estamos ante robagallinas ni robaperas ni son los crímenes del Sacamantecas, pero son casos que se investigan con los mismos instrumentos legales y por un juez –o jueza– que sigue tramitando en su juzgado otros muchos asuntos. ¿Se le puede pedir celeridad? El partido gobernante –y legislante– ,¿no puede hacer algo más que suspender de militancia a sus afiliados investigados o imputados? Creo que sí y así lo acaba de anunciar el presidente del Gobierno. Más que recargar el Código Penal de más delitos, quizás haya que ir a reformas que permitan al instructor contar con todos los medios a su alcance y sin interferencias, un sistema de investigación que permita al juez responsable incluso contar con un equipo de jueces auxiliares que actúen bajo su dirección, que pueda quedar relevado de otros asuntos.

Hablo del juez de instrucción y no de la más razonable figura del fiscal instructor, porque en tanto el Ministerio Fiscal esté en la órbita del Ejecutivo, por muy meritorios que sean sus miembros, la sombra de la interferencia existirá. Y luego está lo fundamental: no la investigación sino el juicio. Cuando algún día acabe en Sevilla la investigación de los ERE falsos, de los fraudes en los planes de formación, cuando acabe una instrucción con más de doscientos imputados, ¿cómo va a juzgarse tamaña causa?

El Consejo General del Poder Judicial ha trabajado desde hace tiempo sobre la eficacia judicial frente a la corrupción; ha analizado en cursos e informes el estado nuestro sistema penal y, sobre todo, procesal en todos los aspectos concernidos: actividad probatoria, acción popular, alcance del secreto profesional, formación de jueces, función y dirección de la policía judicial, etc. Todo un acervo al que puede acudirse.