Lucas Haurie
Crimen racista
El asesinato, el día de Navidad, de Amisau Mendes en Roquetas de Mar (Almería) encierra en su tratamiento en los medios un simposio sobre periodismo posmoderno, esa versión despreciable de nuestro oficio tendente a la generación de una realidad a partir de un lenguaje; el «políticamente correcto», en su caso. Ciudadano de Guinea Bissau, el victimado contaba con todas las características para convertirse en un mártir de la xenofobia (era extranjero) y el racismo (era negro) imperantes en Occidente, cuna de todos los males de la Humanidad. Sobre todo, porque fue apuñalado en un trocito de Occidente gobernado por el PP y es notorio que los alcaldes conservadores fomentan en sus ciudades la sevicia contra los más débiles: Amisau lo era, porque además de extranjero y negro era pobre como una rata. Entonces, ¿por qué no atruenan las televisiones, en su habitual paseo con sambenito, contra la media docena de detenidos por el crimen? ¿Cómo es que no ha desatado la progrez una lacrimógena campaña de solidaridad con los morenos del Poniente almeriense? Lejos de eso, un espeso manto de silencio apenas quebrado por teletipos sin adjetivar cubre el suceso. Ah, claro, el presunto autor y sus presuntos cómplices son gitanos. No es sencillo de explicar el pavor que suscita en determinados ambientes llamar a las cosas (personas) por su nombre cuando éstas pertenecen a la raza calé. El asesinato de Mendes es incomprensible sin considerar el factor étnico, que se hurta a la opinión pública porque se la juzga inmadura para asumir la existencia de ciertos conflictos. También las comunidades minoritarias albergan lo que los anglosajones llaman «bad guys». Nadie es racista por ser consciente de ello.
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