José Luis Alvite
Cuando ya no ladren los perros
Yo creo que aunque a eso ayuden mucho las soflamas revolucionarias, lo que de verdad despierta de su resignación a los pueblos es ese instante de inflexión en el que el ser humano se da cuenta de que la necesidad de sobrevivir es más imperiosa que la conveniencia de razonar, justo cuando distingue con dolorosa claridad entre la virtud del ayuno y el castigo del hambre, en ese preciso momento de abatimiento y angustia en el que un hombre sabe que no le interesará una sola idea que llene su alma si al mismo tiempo no sirve para llenar su nevera. Parece cierto que las ideas revolucionarias no prenden de manera especial entre las personas ilustradas, sino, sobre todo, entre los hombres hambrientos, del mismo modo que las desavenencias familiares se vuelven extremas en el momento en el que parece que sobran platos al servir el almuerzo. Si nos detuviésemos en el análisis comparativo de nuestras basuras nos daríamos cuenta de que en muy poco tiempo en la disputa de los contenedores los perros han sido sustituidos por los hombres y por las mujeres, por los ancianos y por los niños, seres humanos azotados por el desempleo y desvelados por el hambre, una multitud cuya reacción será más impulsiva y menos estoica a partir del momento en el que de las jodidas basuras solo sea comestible el cartón. ¿Y qué dirán luego los políticos? ¿Y de qué hablarán después los tertulianos? Creo que ocurrirá lo que sucedió otras veces, lo que supongo que es inevitable que ocurra cuando por falta de sensatez y de justicia se haya perdido la esperanza, justo cuando por culpa del hambre incluso hayan dejado de ladrar los perros. Y entonces habremos caído de nuevo en el error de ignorar que lo que despierta de su resignación a los pueblos es la idea de que ya solo puede resultar sensato perder la razón.
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