Marta Robles

Cuestión de edad

La Razón
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Una que tiene amigos de todas las edades y se siente para todos los públicos, independientemente de la propia edad, por eso de poder relacionarse con tres o cuatro generaciones diferentes, sabe mucho de la elasticidad de la resignación, en lo que a cumplir años se refiere. Entre mis amigos de la generación siguiente, los que entran en la sesentena, empiezan a producirse curiosidades de las que se ríen como si no fuera con ellos: «¿No sabes? Ahora me hacen descuento en los trenes y en los cines. Y hasta quepo en los viajes del Imserso». Resulta, claro, que ellos en su edad, como yo en la mía, como los de la generación anterior y así hasta los diez años, donde la historia se escribe al revés, todos pensamos que aún no hemos alcanzado esa frontera donde las cosas cambian de manera irreversible. Los de veinte no se resignan a dejar de ser adolescentes; los de treinta no se sienten adultos, los de cuarenta se presentan como jóvenes, los de cincuenta se consideran maduros y los de sesenta rechazan estar a un paso de la jubilación.

O sea que, menos los que están por debajo de los diez, entretenidos con los videojuegos, o por encima de los setenta, rendidos al paso del tiempo, los demás, vamos cumpliendo años, sin creérnoslo mucho, sintiéndonos mejor de lo que era previsible, y rechazando de plano que esa edad sea tanta o tan mala como pensábamos antes de llegar a ella. Es una acto de supervivencia, porque en cada década se advierten cambios, pero bendito sea, porque los años pasan queramos o no, y vivirlos en vez de sobrevivirlos no es cuestión de edad, sino de inteligencia.