Joaquín Marco

Cultura en los presupuestos

La Razón
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No importa que en la presentación de los presupuestos se utilicen los medios tecnológicamente más renovadores, también en ellos, la cultura según decidamos entenderla, llega recortada. Bien es verdad que hay cuestiones que a primera vista parecen más trascendentales y hasta dramáticas y que las encuestas de la opinión pública sitúan en primer lugar. El mismo término de cultura presenta hoy ya no pocas ambigüedades y tiende a abarcarlo todo. Se debatió hace años sobre la diferencia entre alta cultura y cultura de masas e incluso se incluyó en su seno la ciencia desde sus múltiples perspectivas. Cabría, pues, entender que la fórmula I+D+i, que constituye la base del desarrollo de cualquier país, podría quedar inscrita en su ámbito. Y en la imagen de una y tan diversa España no podrían faltar los aspectos culturales que forman parte de su esencia y de su proyección turística, nuestra principal fuente alimenticia. Se valora mucho el papel del castellano y su proyección en aquella América que fue nuestra. Sin embargo, el anterior director de la Real Academia Española, José Manuel Blecua, ya hizo notar que la institución tenía graves deficiencias económicas estructurales. Venía arrastrando un déficit de 2,5 millones de euros anuales y de su presupuesto general, 7,5 millones, recibía del Estado tan sólo 1,61. Desconozco el incremento que se habrá destinado a dicha institución en los ahora presentados y en debate, pero la panorámica global de los años de gobierno de Mariano Rajoy parece mostrar escasa atención a lo que habitualmente se entiende como ciencia y cultura. El Ministro José Ignacio Wert se volcó preferentemente en la renovación de los planes de la enseñanza y consiguió aprobar su ley contra la opinión de todos los partidos de la oposición, de los enseñantes y hasta del alumnado. Su sucesor, Íñigo Martínez de Vigo, ha propuesto ya llegar a algún tipo de acuerdo con Ángel Gabilondo, quien ya intentó consensuar, durante su etapa de Ministro en el Gobierno de Zapatero, una ley en este ámbito sin lograr el necesario apoyo del PP. Suenan campanas, aunque parecen tardías, a escasos pasos de unas nuevas elecciones que harán, tal vez, todavía más difíciles los consensos. Pero el reciente embajador de España en la OCDE en París, tras lograr el mérito de ser el ministro peor valorado de su Gobierno, dejó en el aire el complejo mundo de la cultura. El nuevo ministro asegura que se ha «batido» para lograr rebajar el tan disputado IVA cultural del 21% al 10%, aunque tampoco ha logrado torcer el brazo de su colega Montoro, fiel a los principios del presupuesto anterior. En sus caóticas, aunque apasionantes memorias, en «Galería de tipos de la época», publicado en 1947, el deslenguado Pío Baroja relata una visita al museo de Zuloaga, en Zumaya, en compañía de Azorín y Ortega y Gasset y advierte allí dos lienzos del Greco: «Esta ‘‘Anunciación’’ estaba en Madrid hacia 1900 en una tienda de antigüedades de la calle del Prado, esquina a la de Santa Catalina, sobre una puerta». Le pidieron por ella «unas seiscientas pesetas». Y apostilla Zuloaga: «A mí me costó un poco más». El otro, ‘‘Apocalipsis’’ lo reconoce porque lo tenía un médico de Córdoba, en 1904. «Pidieron por él dos mil quinientas pesetas». Y Zuloaga confirma que lo compró, «pero no lo daría ahora por un millón». Y más adelante apunta que descubrió un Breughel en Zaragoza que lo vendían por 2.500 pesetas y un retrato femenino de Goya, tasado en 3.500. «En París, a principio de siglo, se hubieran podido comprar por muy poco dinero obras de Gauguin, de Sisley, de Pissarro». Se lamenta el novelista de no haber tenido dinero para hacerse con ellas. La situación que se describe responde a una actitud personal en el mundo de la cultura, de la que Baroja forma parte, pero indica también las oportunidades que algunos perdieron ya entonces por la falta de medios y con ellos nuestra sociedad. Porque la cultura no ha de considerarse tan sólo desde la perspectiva de las inversiones del Estado, aunque entre nosotros no existen ya mecenas ni la prometida Ley de Mecenazgo. Las dos grandes capitales del Estado, Madrid y Barcelona, hubieran podido competir para albergar más centros de interés artístico y cultural, pero los barceloneses no siempre se quejan en vano y no sólo de la falta de infraestructuras que dependen del Ministerio de Fomento.

El triángulo dorado de la pintura en Madrid lo forman el Museo del Prado, el Centro de Arte Reina Sofía y la Fundación Thyssen Bornemisza. El centro artístico de Madrid no tiene comparación con el de Barcelona. Los dos museos más importantes de la ciudad (el MNAC y el Macba) reciben subvenciones estatales cuyos incrementos coinciden en el 5,8%. El primero alcanza los dos millones y el segundo apenas si supera el millón de euros. Algo parecido sucede con los dos grandes centros operísticos, el Liceu barcelonés alcanza los 7.111.110 euros mientras que el Teatro Real madrileño obtiene 9.392.800. La cultura no es tan sólo cuestión de dotaciones y posiblemente la Generalitat catalana juegue también a la baja en sus subvenciones. El Ministro del ramo se ocupa también de los deportes, tal vez por englobarlos en el ámbito de la cultura física. Dado el movimiento turístico que se produce en la capital catalana no sería descabellado pensar –y tal vez sea la Generalitat, entre otras instituciones, quien deba ocuparse de ello– que la ciudad debería ofrecer y promocionar una mayor oferta cultural. Resulta poco serio celebrar que el museo más visitado de la ciudad sea el del F.C. Barcelona. Si creemos que el turismo ha de seguir siendo un motor de crecimiento –no sólo sol y playa– conviene ir pensando en aquel viajero que ha de tener interés por la universalidad de nuestras ciudades. Gaudí no puede ser la máxima atracción de una ciudad como Barcelona. Además de parados, desahuciados, okupas y jóvenes sin empleo hay que promocionar los valores propios y universalizarlos. El futuro será de las ciudades abiertas, donde aliente la colectividad. No cabe retornar al pasado individualista barojiano: «Yo al menos preferiría que hubiera en la época moderna un historiador, un filósofo o un etnógrafo que nos diera ante el mundo un prestigio nuevo, que no un pintor. Prestigio antiguo pictórico tenemos casi de sobra». ¿Cómo entendería el autor de «El mundo es ansí» la compleja sociedad en la que vivimos?