Francisco Marhuenda

Cumplir el tratado de Utrecht

Como escribió el gran historiador Jesús Pabón «no hubo –nadie se asombre– en el pleito internacional por la sucesión de España un problema jurídico». Cuando comenzó el conflicto bélico, Felipe ya no era el duque de Anjou, sino que era rey de España como legítimo sucesor de Carlos II y así había sido reconocido por las Cortes de los distintos territorios de la Monarquía Hispánica. Austria luchó para imponer su candidato, el archiduque Carlos, dentro del juego de poder característico del Antiguo Régimen. Todos querían parte del botín, como ya se había puesto de manifiesto con los diferentes tratados de partición. En aquella época, la guerra servía para mover las líneas fronterizas y obtener ganancias territoriales. Las fronteras pueden convertirse en un grave problema. Lo fueron para la Monarquía Hispánica surgida de la hábil política matrimonial de los Reyes Católicos, porque eran tan amplias como difíciles de defender. El concepto de fronteras naturales es tan complejo y controvertido como cualquier otro. Es el que aplicó Luis XIV para conseguir que Francia fuera de los Pirineos al Rin y por ello mantuvo tres guerras durante el reinado de Carlos II. La propiedad patrimonial de los territorios hizo que los reyes ingleses fueran feudatarios de los soberanos galos por sus posesiones, por cierto muy importantes, en Francia hasta que finalizó la Guerra de los Cien Años. Durante el Antiguo Régimen, las modificaciones de las fronteras se realizaban por medio de matrimonios o de conquistas. La ocupación de Gibraltar fue una consecuencia de lo segundo. Pabón, que fue director de la Real Academia de la Historia, escribió que «Gran Bretaña, Holanda, Portugal, Prusia y Saboya se batieron, en realidad, contra Felipe V pese a los derechos innegables del duque de Anjou como descendiente de Felipe III o Felipe IV. Al reconocerlo en la Paz, esas naciones no rectificaron una convicción jurídica, ni confesaron un error padecido. La Sucesión de España afectó –amenazó– al equilibrio europeo. Y se tramitó y resolvió, por iniciativa británica, en la Guerra y en la Paz, esquivando, sucesiva o simultáneamente, las dos hegemonías que esa Sucesión podía producir; esto es, la unión de las Coronas de Francia y España y la unión de las Coronas de Austria y España».

Durante la Reconquista, el control del paso del Estrecho fue un objetivo fundamental, porque era imposible completar la recuperación de España si los musulmanes podían recibir ayuda desde el norte de África, como sucedió con las invasiones de los almorávides y los almohades. En 1340 tuvo lugar el choque definitivo junto al río Salado, que fue una gran victoria cristiana, y se conquistó la plaza de Algeciras. La batalla por el control del Estrecho quedó resuelta en beneficio de Castilla y puso fin a las invasiones africanas iniciadas dos siglos antes por los almorávides. Hasta la pérdida de Gibraltar, este control se mantuvo, pero Inglaterra quería obtener ventajas comerciales y beneficios territoriales, no tanto por su tamaño sino por su importancia, y lo consiguió con la Guerra de Sucesión gracias al Tratado de Utrecht. Tras su matrimonio con Isabel de Farnesio, Felipe V se replanteó las cesiones de Utrecht y quiso recuperar los virreinatos italianos, Gibraltar y Menorca, pero sólo consiguió los primeros. La última colonia en suelo europeo es un anacronismo histórico que se sustenta en un tratado que ha sido vulnerado sistemáticamente por los británicos. España debería plantearse seriamente, por fin, llevar el conflicto al terreno jurídico para exigir que se cumpla estrictamente el acuerdo de una cesión que fue necesaria para conseguir la paz.