Marta Robles

Daños irreparables

Me pasan un estudio del Hospital Bradley (EE UU) que vincula la falta de sueño en la adolescencia, con las enfermedades más frecuentes. Pero no necesito ni que los investigadores ni los médicos me certifiquen algo que nadie intuye mejor que yo, como madre de adolescente que soy. Es cierto que todos hemos sido adolescentes antes de adultos y que todos hemos cometido la suerte de estupideces habituales de ese momento vital que, por fortuna, se cura con la edad; pero también es verdad que los «espasmos» de la adolescencia se vivían en diferentes horarios cuando yo lo era que ahora que mi hijo lo es. Tanto es así, que si yo a los diecinueve años, en el último estadio de la adolescencia tardía, no podía salir más allá de las diez y media de la noche, mi hijo, que aún no los ha cumplido, llega hacia las seis de la mañana los días que sale y no precisamente porque yo sea una madre desnaturalizada, sino porque no puedo luchar contra la corriente de la mayoría. Su desarreglo de ese sueño, que no se recupera nunca, obviamente le afecta a la salud y por eso es frecuente que encadene una tos con otra y un malestar con otro. Pese a tales evidencias, parece imposible hacerle creer que, además, según los expertos, los riesgos de esa falta de sueño, perdido para siempre, apuntan incluso al incremento de enfermedades cardiovasculares, colesterol alto, obesidad, y depresión. Por desgracia, la adolescencia es una enfermedad en sí misma. Un mal de negación, rebeldía sin causa y contradicción permanente que no admite consejos ni recomendaciones y que sólo los inteligentes atraviesan sin resultar dañados de forma irreparable.