Alfonso Ussía
De Rey
El Rey ha cumplido escrupulosamente con sus obligaciones al solicitar a la presidenta del Parlamento catalán, Forcadell, que le comunique por escrito la investidura de Puchdamón a la Generalidad en lugar de hacerlo en una cordial audiencia personal como había solicitado la señora presidenta. La simpatía, las sonrisas y los agasajos a quienes desean romper España no están incluídos en los deberes del Rey. El Rey Felipe VI nos está proporcionando muchas y buenas sorpresas. Actúa con meridiano cumplimiento de sus obligaciones y carece de complejos. No se hubiera interpretado bien por la mayoría de los españoles –incluídos los catalanes–, que después del desafío institucional independentista del nuevo Presidente de la Generalidad y la activa participación en el proceso de separación de Cataluña de España de Forcadell, el Rey actuara con la normalidad que impera en sus audiencias institucionales. Por escrito es legal. Pues por escrito. Ya se ha dado por enterado.
El Rey mide sus palabras y sus actos, por obligación, mucho más que los políticos. Pero los sobrepasa con holgura en mensajes e intenciones. El Rey ha conseguido la «auctoritas» en muy poco tiempo, y aquellos que nos sentimos un mucho desorientados cuando el Rey Don Juan Carlos le dio el relevo generacional y dinástico, hoy nos sentimos orientados por los gestos y las palabras del joven árbitro de las seculares contiendas entre los españoles. Porque el Rey –lo que nunca podría ser un Presidente de la República–, representa la autoridad moral e institucional que sobrevuela a los partidos políticos. Y a este Rey, a este árbitro, no se le han olvidado las tarjetas amarilla y roja en el cajón de su despacho, le suena el pito –con la más deportiva de las intenciones–, y está demostrando que la firmeza nada tiene que ver con la parcialidad. El Rey tiene que aguantar todos los desaires, desprecios, humillaciones y groserías, pero no está obligado a responder a los desaires, los desprecios, las humillaciones y las groserías con deferencias y cordialidades.
Quien interprete la decisión del Rey como un desaire a Cataluña y los catalanes no entiende lo que está sucediendo. Precisamente el Rey ampara con su firmeza a Cataluña y los catalanes, como parte y gentes pertenecientes y creadores de la unidad de España. Lo que está ocurriendo en Cataluña, más que un proceso, es una sentencia de irresponsabilidad. Que los antisistema ordenen el sistema ante la mansedumbre de una ciudadanía aburrida por los acontecimientos es, como poco, exótico. Más de quinientos años de unión de derecho –de hecho son algunos siglos más–, no merecen esta infección anímica sostenida por un odio nuevo. España siempre se ha sentido orgullosa de Cataluña y se ha mirado en ella para avanzar. Y España no ha dejado de querer a Cataluña ni de admirarla, a pesar de las constantes, y en ocasiones insoportables muestras de antipatía con las que han obsequiado al resto de los españoles los separatistas catalanes. Separatistas que no son mayoría. Separatistas que no pueden sumar lo que ellos desean. Separatistas que en muchos casos, lo son para huir de las gravísimas responsabilidades penales que no quieren asumir por conveniencias personales. Cataluña no es Pujol, ni Mas, ni Forcadell, ni Baños, ni Gabriel. Eso, más que Cataluña, es la pesadilla de Cataluña. Entre las obligaciones del Rey no está incluída la de recibir con cordialidad a las pesadillas. ¿Es legal por escrito? Pues se escribe. El Rey se ha dado por enterado. Me gusta que el Rey, además de escrupuloso con sus deberes y respetuoso con las obligaciones que le establece la Constitución, tenga un par de bemoles. No se escandalicen. Un par.
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