Francisco Nieva

Delirium

¿La vida es un sueño? No, es un perpetuo delirio. De continuo nos engañan nuestros sentidos, desbarramos, decimos locuras, tonterías... Mi joven amigo, Juan Higueras, hijo del famoso arquitecto, me dijo un día: - «Yo tenía un amigo que una noche se acostó tan tranquilo y se despertó muerto». No habría muerto si se despertó. Véase qué falta de sentido tenía su cuento. Somos pasto de alucinaciones. Vemos e imaginamos visiones... ¡Y cómo no! Hasta los niños: el pequeño Olaf, cuando por primera vez vio un oso de verdad en el Zoológico de Madrid, le preguntó a su madre: - «¿Por qué no lleva chalequito?». Deliramos incesantemente. Es lo natural. Nuestras penas y remordimientos toman cuerpo alucinatorio.

Tengo un recuerdo terrible de la alucinación de una sirvienta de casa, enloquecida por la visión de un conejo desollado que estaba colgado en la cocina para la comida del siguiente día. Nos hallábamos en el campo, en una colonia de emigrantes nórdicos traídos a Sierra Morena por su Majestad Carlos III para poblar aquellos desiertos. Nos refugiábamos contra las acusaciones políticas que podía suscitar mi padre, que había ocupado puestos de responsabilidad durante la República. Altos picos de piedra, barrancos y precipicios de vértigo. Los humanos que habitaban aquellos predios eran gente rubia y con ojos azules, pastoras y pastores que parecían valkirias y vikingos, nada parecidos a manchegos y valdepeñeros corrientes. Era, para mí, como vivir en un gran extrañamiento, en un inquietante país de cuento. Habitábamos una casa muy próxima a la carretera general, y hacía muy mal tiempo.

Mi padre, mi madre y mi hermano menor, Ignacio, no se encontraban a la sazón en aquella casa, asimismo cerca del río, que en aquellos momentos amenazaba con desbordarse, pues hacía un tiempo de mil demonios, lloviendo durante varias semanas, unas veces furiosa y otras mansamente, pero sin cesar. Nos hallábamos en la casa mi hermana mayor y su hijito de pocos meses, dos criadas de servicio –Eulogia y Paquilla– y yo, con 16 años. Estábamos cenando con el amenazante rumor de la crecida de las aguas cuando, de repente, se apareció Paquilla muy visiblemente espantada, contando que su compañera, ante la vista del conejo, había enloquecido de repente, tomando un cuchillo y dando cuchilladas al aire: - «¡Que viene tras de mí, que viene tras de mí!».

Mi hermana se encerró en un cuarto con su hijito, y yo también, mirando lo que pasaba por una rendija. La loca se apareció, desabrochada y descompuesta como una furia, profiriendo blasfemias y soeces palabras, hasta desmayarse en una butaca del comedor. Salió mi hermana y la atendió caritativamente, y cuando la otra volvió en sí, se encerró con ella en el dormitorio de las chicas, para que se confiase a ella, que solo deseaba su bien.

Su entrevista duró más de dos horas, mientras el río crecía alarmantemente, lamiendo ya los cimientos de nuestra casa. Angustioso lapso de tiempo. Crujía la techumbre y las goteras eran de chorro continuo. Paquilla se estrechaba contra mi pecho gimiendo y yo aspiraba el perfume barato de su pelo, una colonia muy vulgar, como de chica de servicio, que lo era desde los doce años. Yo experimenté un emotivo acceso de cariño y piedad que me ha durado hasta ahora mismo. De repente, escuchamos derrumbarse parte de las cuadras, que estaban cerca de la cocina. Yo rezaba: «Padre nuestro que estás en los cielos...». Y los cielos amenazaban con destruirnos, anegarnos, como en el bíblico diluvio. Al fin supimos qué le había pasado a la Eulogia a la vista de aquel conejo desollado: seducida por un chulo de barrio, apodado Tacones, se quedó embarazada y lo disimuló con tremendos esfuerzos. Dio a luz en secreto, en el campo, como un animal perseguido, mató a su hijo y lo enterró con sus propias manos. El conejo le recordó su crimen y le suscitó un brote de alienación repentino. Así somos víctimas de nosotros mismos. Vivimos y morimos víctimas de un continuo delirio.

El río no se desbordó, y nosotros abandonamos la casa, que amenazaba ruina. Todo volvió a la normalidad. Volvió el sol y la calma, como si no hubiera pasado nada. Nada más que aquello, tan terrible.