Enrique López
Democracia morbosa
He vuelto a leer un artículo de Ortega bajo el título «Democracia Morbosa» escrito en 1917, que, al margen de su controvertida interpretación, cobra una inusitada actualidad. Una lectura rápida del mismo nos haría pensar que Ortega, en contra de sus propias convicciones, ataca la esencia de la democracia, pero no es así. Algunos han querido ver en este artículo una efervescencia de soberbia intelectual, pero no es más que una descripción de la democracia como pura forma jurídica, incapaz de proporcionarnos por sí misma orientación alguna. En este artículo carga contra lo que denomina plebeyísimo como una forma degenerada de democracia, puesto que, si la misma supuso el final de los privilegios de las clases y castas sociales, algunos creen que está decretada la igualdad absoluta entre los hombres. Sostiene el filósofo que a éstos la igualdad ante la Ley no les basta, de tal suerte que ambicionan la declaración de que todos los hombres somos iguales en talento, sensibilidad, delicadeza y altura cordial. Su tesis es que como el talento no lo asegura la igualdad ante la Ley, los sujetos más resentidos son los que alcanzan relevancia política y social careciendo de talento, porque así se enfrentan todos los días a esta inexorable realidad que les convierte en frustrados permanentes, trasladando a la sociedad las consecuencias negativas de tal estado personal. Terminaba diciendo que «periodistas, profesores y políticos sin talento componen, por tal razón, el Estado Mayor de la envidia, que, como dice Quevedo, va tan flaca y amarilla porque muerde y no come. Lo que hoy llamamos «opinión pública» y «democracia» no es en grande parte sino la purulenta secreción de esas almas rencorosas». Estamos ante una visión sumamente pesimista de alguien que vivió tiempos azarosos en España, de cuya nueva producción no estamos ni exentos, ni vacunados frente a sus terribles conciencias. La democracia nos permite elegir a nuestros representantes y cada cuatro años relegarlos, pero nuestro sistema no nos permite sumar el mayor talento a los cuadros de dirección política, y por ello, sólo nos cabe confiar en el acierto y suerte de los que asumen tamaña responsabilidad. Necesitamos talento en nuestros representantes, altura de miras y generosidad, no necesitamos salvapatrias que quieran reinventar España y la democracia, produciendo un gran desprecio hacia el pasado y el presente, adanismo muy peligroso. Es cierto que nos movemos en medio de una crisis institucional muy acusada, aderezada por procesos de corrupción que asolan a los dos grandes partidos que hasta el momento han tenido en su mano la gobernabilidad de este país. Ante ello no cabe más opción que más institucionalidad, más respeto a la Ley, más responsabilidad, más ejercicio de ciudadanía y más práctica en el respeto erradicando la intolerancia. Decía Montesquieu que «no existe peor tiranía que la ejercida a la sombra de las leyes y con apariencia de justicia», y razón no le falta. Hoy tenemos claros ejemplos de democracias pervertidas por el populismo donde el Estado se ha vuelto contra la sociedad. Recordemos cómo Ulises evitó el canto de las sirenas, superando el poder del espejismo y del hechizo, y se aferró a su destino.
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