Ángela Vallvey
Desaparecidos
La desaparición en Amberes del joven ingeniero vasco Hodei Egiluz me hace reflexionar sobre la dureza de la palabra «desaparecido», que contiene aristas de significado tan desgarradoras. Las dictaduras, los atentados o desastres naturales dejan sus desaparecidos por el camino, y nadie vuelve a saber de ellos. Las guerras y las migraciones, también. El periodismo tiene sus desaparecidos: valientes profesionales que se atreven a llegar a lugares que son como agujeros negros de la ignominia humana, y no consiguen volver. El crimen produce sus propias y escalofriantes listas de desaparecidos. Los divorcios mal avenidos, también. A menudo hay niños que desaparecen; en USA salen retratados en los tetrabricks de leche. Existe incluso la voluntad del que desaparece sin dejar rastro, porque ya no desea regresar a su hogar; a veces, al cabo del tiempo, se llega a saber que estaba viviendo en el barrio de al lado, aunque eso no sea lo habitual. Desaparecer conlleva una incertidumbre trágica de la que carece la muerte, mucho más consoladora para los seres queridos del ausente. No saber dónde está Marta del Castillo supondrá para su familia un dolor más espantoso que tener que llevar flores a su tumba. La desaparición de un ser humano pone en su vida unos puntos suspensivos al final de los cuales sólo cabe el sufrimiento y el daño de quienes lo están buscando. «Y no se sabe si al presente día, Fabio, podrá añadirse el de mañana», decía Francisco de Rioja. Los padres que secuestran a sus propios hijos para alejarlos del otro progenitor –del que huyen, al que temen o al que odian– están sometiendo a su ex pareja a una venganza pavorosa y enloquecedora. Pues, como decía Alphonse Karr, la incertidumbre es el peor de los males hasta que la realidad nos demuestra lo contrario.
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